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Claves para entender el acercamiento entre Washington y La Habana, impulsado por la Administración Obama y ahora cuestionado por el presidente electo Trump.

Hasta ahora, en la política exterior de Estados Unidos solía haber premio seguro para los ocupantes de la Casa Blanca que lograban abrir puertas o derribar muros. Richard Nixon, aunque en su momento se viera forzado a dimitir por el escándalo Watergate, es pese a todo reconocido como el presidente que normalizó las relaciones diplomáticas con la República Popular de China, generando un decisivo punto de inflexión en la dinámica de la Guerra Fría. En sucesivas convenciones del Partido Republicano, también resulta imposible competir con el apoteósico momento en el que las pantallas gigantes proyectan el video de Ronald Reagan en Berlín occidental, frente a la simbólica Puerta de Brandemburgo, repitiendo: Tear down this wall.

El presidente Barack Obama también ha intentado hacer un poco de historia con el esfuerzo, dentro de sus competencias ejecutivas, por normalizar las problemáticas relaciones entre Estados Unidos y Cuba. Para recordar al último presidente antes que Obama que durante su mandato visitó Cuba hay que remontarse 88 años. “Ningún ciudadano de las Américas puede venir a la reina de las islas de las Indias Occidentales y no experimentar una emoción de gratitud y reverencia”, dijo el republicano John Calvin Coolidge al llegar a La Habana en enero de 1928. El objeto de su visita fue participar en la VI Conferencia Internacional de Estados Americanos, foro de cooperación regional precursor de la actual Organización de Estados Americanos (OEA).

La singladura de Coolidge no tuvo nada que ver con el cómodo viaje realizado el pasado marzo por la familia Obama a bordo del Air Force One. Por ferrocarril, Coolidge y su comitiva tuvieron que llegar primero hasta Key West, y desde la costa de Florida navegar a bordo del acorazado USS Texas hasta su destino final. Con bastante morbo histórico, el mastodóntico buque de la Navy fondeó en el puerto de La Habana justo en el mismo lugar que treinta años ocupó el USS Maine, cuyo hundimiento el 15 de febrero de 1898 impulsó la ofensiva de Estados Unidos contra las últimas posesiones coloniales de España.

Según relató The New York Times, Calvin Coolidge fue recibido por todo lo alto en su primer y único viaje internacional a la Cuba entonces gobernada por el general Gerardo Machado. La isla vivía un periodo de cierta bonanza económica y grandes proyectos de obra pública. “Una multitud lo aclamó con un entusiasmo nacido de la intensa naturaleza latina”, escribió el corresponsal Richard V. Oulhan justo en la frontera con la incorrección política. Sin que faltase una gran curiosidad entre los periodistas sobre si durante su visita el presidente de un país bajo la Prohibición se atrevería a beber alcohol en público.

Aunque Calvin Coolidge no militase en el sector más aislacionista dentro de la política exterior americana, durante su periodo como presidente fue bastante reluctante a la hora de implicar a Estados Unidos en el mundo. Consideraba que la victoria electoral republicana de 1920 había sido un repudio del llamado idealismo wilsoniano, hasta el punto de abortar la participación de Estados Unidos en la Liga de Naciones. Su gran iniciativa diplomática fue el Pacto Kellogg-Briand, en el que Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia y Japón renunciaron con bastante ironía retrospectiva a la guerra como instrumento de política nacional.

Como la historia no se repite pero a veces rima bastante, Coolidge tuvo que hacer todo un esfuerzo en la reunión trianual de La Habana para hacer frente al enorme resentimiento generado durante décadas de intervencionismo americano y evitar una resolución de condena. De acuerdo a la citada crónica del Times: “En su intervención, el presidente enfatizó que todas las naciones representadas en la Conferencia Pan-Americana estaban en términos de absoluta igualdad. Lo cual estaba obviamente diseñado para restar importancia a las críticas hacia Estados Unidos por considerarse a sí mismo con una posición superior a otras naciones en el hemisferio”. Sus palabras ilustraban la necesidad de un profundo cambio en la relación con los vecinos del sur, que se materializó finalmente con la política de no intervención y buena vecindad formulada por Franklin Delano Roosevelt a partir de 1933.

Con todo, las relaciones de Washington con Cuba en la época de la visita de Coolidge estaban negativamente determinadas por la Enmienda Platt formulada en 1903 por el Congreso de Estados Unidos como parte de una apropiación de presupuesto para el Army. A cambio de terminar con la ocupación de tropas americanas que siguió a la derrota militar de España en la guerra de 1898, Washington impuso una serie de estrictas condiciones al gobierno cubano. Según la soberanía limitada obligatoria para Cuba, Estados Unidos se reservaba el derecho de intervenir unilateralmente en todo tipo de cuestiones y asuntos. Incluida una cláusula que eventualmente se transformaría en un alquiler a perpetuidad de la base militar situada en la bahía de Guantánamo. La Enmienda Platt, incorporada bajo presiones a la nueva Constitución cubana, estuvo en vigor hasta 1934, año en el que Washington y La Habana finalmente acordaron cancelar los tratados que limitaban la soberanía nacional de Cuba.

En el imprescindible análisis-entrevista publicado en abril de este año por Jeffrey Goldberg en la revista The Atlantic, el actual acercamiento de Estados Unidos a Cuba se enmarcaba dentro de una serie de éxitos en política internacional “potencialmente históricos” alcanzados en la recta final de la Administración Obama. Esa lista, ahora más cuestionada que nunca, incluía el tratado COP21 de París contra el cambio climático; la iniciativa de libre comercio con Asia (TPP), que representa un 40 por ciento del PIB mundial; el delicado acuerdo nuclear con Irán; y, por supuesto, el esfuerzo por normalizar relaciones diplomáticas con Cuba, ahora cuestionado por el presidente electo Trump.

Bajo el título The Obama Doctrine, el presidente reconocía abiertamente que su experiencia en el despacho oval le ha llevado hacia el fatalismo sobre las limitaciones de Estados Unidos para dirigir eventos globales. Y, aunque a su juicio, muy poco se puede lograr en asuntos internacionales sin el liderazgo de Estados Unidos, Obama se resentía de las enormes fuerzas que “frecuentemente conspiran contra las mejores intenciones de Estados Unidos”. Entre esos lastres, Obama apuntaba a las aguas turbias del tribalismo en un mundo que debería haber superado esos resabios atávicos; la contumacia de “hombres pequeños” que rigen los destinos de grandes países en forma incompatible con su mejor interés nacional; y el miedo como la emoción humana más prevalente.

La apertura de Cuba formaría parte del capítulo de contradicciones creativas que ha intentado incorporar Obama a la política exterior de Estados Unidos. Por un lado, el presidente se ha ganado una reputación casi merkeliana a favor de la prudencia. Por otro, no ha tenido reparos en cuestionar algunos de los dogmas tradicionales de la diplomacia estadounidense. Hasta el punto de replantearse abiertamente porqué los enemigos de Estados Unidos son enemigos y porqué algunos amigos de Estados Unidos son amigos. En ese contexto, se enmarcaría la voluntad de Obama de acabar con el consenso bipartidista que durante medio siglo ha gobernado las relaciones de Washington con La Habana.

Durante buena parte de la Administración Obama, la realidad es que Estados Unidos no ha hecho más que seguir perdiendo influencia en América Latina. Su presidencia ha coincidido con el desarrollo en el continente de todo un nuevo regionalismo, bastante más político que económico. Una tendencia materializada claramente en detrimento de la Organización de Estados Americanos, como veterano árbitro de crisis y conflictos en la región. En su conjunto, el hemisferio americano ha demostrado suficientes ganas de encontrarse y vertebrarse a nivel regional a pesar, incluso, de todas sus conocidas divisiones entre liberales y neo-desarrollistas.

En el análisis publicado por The Atlantic, Obama reconoce que la apertura de Cuba forma parte de un intento de recuperar esa influencia perdida, eliminando un problema que en la práctica aislaba más a Estados Unidos que a Cuba. Según el presidente, eliminar el obstáculo de Cuba forma parte de su deliberada y pacífica aproximación a las relaciones internacionales basada sobre todo en la diplomacia. Con el objetivo implícito de restablecer un nuevo tono coincidente con el debilitamiento sufrido por la izquierda bolivariana. Según recuerda Obama: “Cuando tomé posesión, en la primera Cumbre de las Américas que atendí, Hugo Chávez era todavía la figura dominante en la conversación. Tomamos una decisión muy estratégica desde el principio que consistía en lugar de darle importancia como un gigantesco adversario, colocar el problema en su justa medida y decir ‘No nos gusta lo que está pasando en Venezuela pero no es una amenaza para Estados Unidos’”.

Para recalibrar las relaciones con los vecinos del sur, el presidente Obama tuvo que aguantar toda clase de diatribas por parte del eje del chándal: “Cuando me encontré con Chávez, le estreché la mano y me entregó una crítica marxista (Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano) sobre las relaciones de Estados Unidos con América Latina. Y me tuve que sentar y escuchar a Daniel Ortega despotricar durante una hora contra Estados Unidos. Pero por estar allí, y no tomarnos todo eso en serio porque realmente no era una amenaza para nosotros, hemos ayudado a neutralizar el anti-americanismo en la región”.

La estrategia adoptada por la Administración Obama se concentra claramente en hacer posible pero no forzar el cambio político en Cuba. No se trata tanto de acelerar el final del régimen castrista como de facilitar a través de intercambios, negocios, liberalización lo que pasará después de un inevitable desenlace biológico. Algunas reformas asumidas por el propio régimen (como el medio millón de cubanos registrados para trabajar como autónomos o una modesta expansión del acceso a Internet) también alimentan esas esperanzas de un eventual cambio político. Aunque otros regímenes comunistas ya han demostrado una especial habilidad a la hora de combinar autoritarismo y liberalización económica.

El gran problema es que toda la apuesta realizada por la Administración Obama durante el último año no se ha visto acompañada de ningún atisbo de reforma democrática en Cuba. Es verdad que el régimen se ha desembarazado de muchos presos políticos, pero todavía hay cubanos que pagan con la cárcel su oposición política. Bajo Raúl Castro se ha registrado tan solo un cambio de tácticas represivas contra los disidentes a través de un mayor acoso y detenciones a corto plazo.

Si todos los regímenes autoritarios necesitan de un enemigo externo para disimular sus contradicciones internas, quizá la mayor aportación de la Administración Obama a la democratización de Cuba podría ser la decisión de no seguir interpretando el cansino papel de villano latinoamericano asignado a Estados Unidos.

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