James Madison, precursor del ecologismo americano

19 septiembre

Si bien todos somos conscientes de que la agricultura es la base de la población y la prosperidad, no se puede negar que el estudio y la práctica de sus verdaderos principios han sido hasta ahora demasiado descuidados en los Estados Unidos. (James Madison, Address to the Agricultural Society of Albemarle, 12 de mayo de 1818).

La amenaza que supone el programa nuclear de Corea del Norte dominará la sesión 72 del debate de alto nivel de la Asamblea General de Naciones Unidas (ONU), la más importante y numerosa reunión de líderes mundiales, que comienza hoy, lunes, 18 de septiembre, mientras escribo estas líneas. Hay una gran expectativa para ver si el presidente Trump anuncia en su discurso un giro en su ciega postura negacionista del cambio climático que ya hemos tratado en este mismo blog (1, 2, 3). A uno le gustaría que alguien hubiera puesto en manos del 45º presidente el discurso ecologista que pronunció su antecesor, James Madison.

Si se pregunta quiénes fueron los precursores del movimiento ecologista norteamericano es bastante probable que los tres primeros nombres que se citen sean Henry David Thoreau, George Perkins Marsh y John Muir. Sin embargo, el primer discurso ambientalista pronunciado en Estados Unidos se debe a James Madison, el cuarto presidente. La alocución, que pronunció ante la Agricultural Society de Albemarle, Virginia, en mayo de 1818, un año después de dejar la presidencia, contiene el núcleo del que surgió el ecologismo americano.

James Madison es generalmente considerado como el padre de la Constitución de los Estados Unidos. Pero Madison no solo fue artífice del texto constitucional; fue también el padre olvidado del ambientalismo americano. Intentó influir en los estadounidenses para que dejaran de destruir bosques y suelos. No era un hombre de utopías platónicas como Jefferson o Paine y por eso no romantizó la naturaleza como lo hicieron las generaciones posteriores, sino que, influido por las ideas conservacionistas de Humboldt, a quien había conocido en 1804 cuando el prusiano visitó Estados Unidos y él era secretario de Estado de Thomas Jefferson[1], advirtió sobre las consecuencias de la deforestación y destacó las consecuencias catastróficas del cultivo a gran escala en las tierras más fértiles de Virginia.

Al conseguir la independencia, Estados Unidos era un país desindustrializado. Los ingleses habían convertido a las colonias en productoras de materias primas que debían ser transformadas en Gran Bretaña. Por eso, la agricultura y las buenas cosechas eran extraordinariamente importantes para la economía y la autosuficiencia del recién nacido país. A nivel ideológico, los Padres Fundadores creían que América debía ser una utópica república agraria de ciudadanos virtuosos que estaban íntimamente arraigados con el país porque trabajaban la tierra. El paisaje proporcionó una identidad nacional distinta. Si Europa tenía historia, cultura y civilizaciones antiguas, Estados Unidos tuvo que encontrar algo que fuera mejor en el Nuevo Mundo que en el Viejo. El paisaje infinito de océanos de hierba, montañas abruptas y bosques salvajes representó a un país que quería verse a sí mismo como pródigo, fuerte y feraz.

Establecida en 1607, Virginia era la colonia británica habitada desde más antiguo. Carecía de metales preciosos y había pocas materias primas que pudieran ser enviadas o comerciadas con el Viejo Mundo para asegurar a los virginianos una fuente constante de ingresos. Como resultado, rápidamente se convirtió en una sociedad agraria que dependía de encontrar una cosecha con el potencial suficiente para que los colonos se ganaran la vida. El tabaco se convirtió rápidamente en ese cultivo.

La demanda de tabaco en Inglaterra aumentaba sin cesar, lo que trajo consigo dos grandes ventajas para los tabaqueros de Virginia. Primero, los plantadores tenían un mercado cautivo para vender su cosecha. Segundo, el incremento de la demanda significaba que el tabaco era más rentable que cualquier otro cultivo: un tabaquero podía obtener hasta seis veces el beneficio que obtendría de cualquier otro cultivo. Además, el tabaco tenía un rendimiento más alto por hectárea que otros cultivos. En un momento en que los árboles eran cortados a mano, los agricultores necesitaban despejar menos tierra para el tabaco mientras se aprovechaban de su alto precio de venta. El tabaco también tenía un peso comparativamente bajo y resultaba más barato de enviar que la mayoría de las otras materias primas.

Virginia se especializó en un sistema de monocultivo. Los colonos talaban los bosques, aclaraban un poco la tierra y cultivaban tabaco, pero el tabaco es una planta muy exigente que agota el suelo en unos cuatro años. Durante ese cuatrienio productivo, el cultivo agotaba los nutrientes residuales dejados por los bosques talados. Como aquel continente parecía inabarcable y la escasez de tierra no era el problema, los agricultores abandonaban los campos, talaban un nuevo bosque y volvían a empezar. Detrás dejaban yermos desolados.

Doscientos años después de su fundación, el tiempo agrícola de Virginia parecía estar llegando a su fin. A finales del siglo XVIII, los agricultores se dieron cuenta de que el suelo estaba completamente agotado. Los rendimientos de las cosechas disminuían cada vez más. Cuando Madison pronunció su discurso, se había comprado el territorio de Luisiana y se habían arrebatado tierras a los nativos, lo que condujo a un auge en la disponibilidad de tierras fértiles al oeste y al sur. El precio del algodón no había cesado de subir desde 1815, lo que provocó que toda una oleada de agricultores virginianos abandonara los suelos agotados de su estado natal en busca de tierras vírgenes en las que seguir aplicando sus esquilmadoras prácticas tradicionales al nuevo maná textil.

En ese contexto surge el discurso práctico del Madison agricultor, que no actuó como lo harían los ambientalistas “románticos” años más tarde, cuando basaron la defensa del medio ambiente en el romance de la naturaleza o en vivir en armonía con ella. Madison contemplaba la necesidad de proteger el medio ambiente por razones económicas. En resumen, para Madison, que proclamó que ningún árbol debía ser talado sin tener otro para replantar, «solo se puede vivir de la naturaleza si vives con la naturaleza».

Madison describió los problemas de una sociedad eminentemente agrícola. Vio lo que estaba sucediendo y se sintió profundamente irritado por la falta de respeto por la naturaleza. Como había proclamado Humboldt, se dio cuenta de lo enormemente destructivo que resulta extraer de la naturaleza más de lo que se le devuelve, en definitiva, diríamos hoy, del desequilibrio que se produce cuando se altera el balance ecológico de cualquier ecosistema, aunque se trate de un agroecosistema. Esa era la preocupación ecológica de los ilustrados de la época, como hoy lo son el calentamiento global, la contaminación o la pérdida de biodiversidad. En una sociedad preindustrial como la estadounidense recién emergida del estado colonial, la deforestación provocada por la expansión agrícola y ganadera estaba agotando lo que parecía inagotable: la fertilidad de la tierra. Ese fue el núcleo de la conferencia de Albemarle.

Con su profunda irritación por la falta de respeto hacia la tierra, es interesante preguntarse qué diría Madison sobre los problemas ambientales modernos, qué pensaría al contemplar que destruimos tierras para construir fábricas, empresas e industrias que nos sustentan económicamente, pero al mismo tiempo destruyen el medio ambiente.


[1] Wulf, A. La invención de la naturaleza. El Nuevo Mundo de Alexander Von Humboldt. Taurus, 2016: 360-361.

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