Ochenta años de La diligencia

La diligencia

El 3 de marzo de 1939, tres días después de la dimisión de Manuel Azaña como presidente de la Segunda República, mientras que el coronel Segismundo Casado ultimaba su golpe de Estado, en Estados Unidos, Walter Wanger Productions estrenaba Stagecoach, que en octubre de 1944 sería proyectada en España con el título de La diligencia.

Han transcurrido ochenta años desde el estreno de la película de John Ford, una de las obras cumbres del wéstern, pero La diligencia no muere nunca: seguirá atravesando los desiertos e inhóspitos parajes de Monumental Valley toda la eternidad. Para el público norteamericano, cuya historia carece de cantares de gesta, épica medieval, sagas reales o guerras religiosas, los wésterns equivalen a las fábulas mitológicas que en otras culturas cuentan el nacimiento de un pueblo, de una saga o de una nación y su asentamiento en un lugar de la tierra: Hollywood iba a sublimar todas aquellas gestas en un género cinematográfico sin parangón.

Siguiendo la estela de Thomas H. Ince, que rodó los primeros wésterns de categoría (El desertor, 1911, y La mujer que mintió, 1916), las pantallas de todo el mundo se llenaron de cowboys justicieros cuyas aventuras, tan elementales como emocionantes, alentaban la nueva epopeya. En el Este, al otro extremo del gigantesco país apenas horneado, había hambre por conocer cómo se conquistó el Oeste: el cine sació ese apetito sobradamente. Hollywood hizo girar su manivela y comenzó a producir centenares de películas, muchas de ellas protagonizadas por verdaderos cowboys como Yakima Canutt, que solo tenían que subirse a un caballo y galopar ante las cámaras.

Con la irrupción del sonoro, el wéstern pasó a ser un género de segunda, en buena medida porque no supo adaptarse a los nuevos tiempos. Las del “oeste”, eran películas que se rodaban en exteriores y los requerimientos técnicos del sonido exigían que se filmara dentro de los estudios. No era el único problema. Era un género de acción y tampoco se sabía muy bien cómo colocar los diálogos con alguna armonía. Y en esas irrumpió John Ford abriendo caminos en el carromato de la Wells Fargo, al que convirtió en el escenario de la nueva epopeya, en algo así como un confesionario donde los personajes vuelcan emociones, sueños, amarguras y frustraciones.

Encerrados en el agobiante espacio del polvoriento vehículo convertido en un escenario abarcable para la cámara y comprensible para los diálogos, Ford reunió por primera vez a los personajes que luego habrían de repetirse en todos los wésterns: desde el vaquero Ringo Kid (John Wayne), aguerrido e indómito frente al peligro, pero timorato ante la hermosa y cándida protagonista, pasando por Hatfield, el cobarde y astuto jugador de ventaja, Buck, el postillón provisto de una enorme escopeta, el director de banco ladrón, el sufrido viajante de wiski, la fiel esposa y su contrapunto, la chica de salón, hasta Doc Boone, el bondadoso médico borrachín.

Ford no pretendía ser sutil ni en su historia ni en la interpretación. Su reparto elegido personalmente (Walter Wanger hubiera querido que Ford utilizase a Gary Cooper y Marlene Dietrich, pero no había presupuesto suficiente) interpretó el relato, simple y directo como pocos, con una especie de sinceridad sin reservas. En una escena con Dallas (Claire Trevor), Ford le dijo a Wayne: «Sube las cejas y frunce el ceño». Después de diez años en las pantallas como segundón, fue el principio de su carrera como actor, que culminaría, treinta años después, en Valor de ley, con un Óscar.

La diligencia es una película llena de primicias de John Ford: la primera rodada en Monument Valley, donde iba a volver una y otra vez; su primer wéstern sonoro; su primera colaboración con John Wayne desde la época del cine mudo; y la primera vez en la que el Séptimo de Caballería de Michigan representa su papel salvador. Pero, lo que es aún más significativo, La diligencia es considerada unánimemente el primer wéstern moderno. Hay tantos elementos que han sido imitados tanto a hurtadillas como de frente para rendirle un respetuoso homenaje, que sus partes más originales se han convertido en tópicos. Y no solo en wésterns: Orson Welles afirmó haber visto La diligencia cuarenta veces antes de dirigir Ciudadano Kane.

Recurriendo a unos temas como eI amor a la tierra, los grandes paisajes vírgenes, la familia, la amistad, la lucha del hombre contra las adversidades o los esfuerzos cotidianos de personajes sencillos, Ford y otros directores como Raoul Walsh, King Vidor, William A. Wellman, Howard Hawks, William Wyler o Anthony Mann, fueron creando la liturgia épica del wéstern. Superada la épica, se incorporó el drama: llegó un momento en que había que contar cómo se construyó una nación a costa de destruir otras, las Indias, y también cómo la violencia y el amor a las armas de fuego echó allí unas raíces tan vigorosas que, siglo y medio después, son casi imposibles de extirpar viendo cuatro o cinco películas de John Ford, desde La legión invencible (1949) pasando por El gran combate (1964) y Centauros del desierto (1956), se puede apreciar esa evolución.

Tatareando She wore a yellow ribbon al son de las cornetas del Séptimo de Caballería, los wésterns han ido saciando la fantasía de millones de espectadores, no importa cuál fuese su edad. Una de las razones de la eterna fascinación que muchos sentimos por esas películas radica en que provocan un retorno a la infancia. Allí, en las calles sucias y polvorientas de un imposible pueblo perdido en la soledad de un paraje desolado, sorteando boñigas y quién sabe si alguna bala perdida, los amantes del cine del Oeste nos reencontramos no solo con tipos sucios, duros y mal encarados calzados con espuelas, llevando pistolones al cinto, como Wyatt Earp o Wild Bill Hickok, sino con ese añejo aroma que nos acompaña desde la primera vez que cabalgamos sobre las desvencijadas butacas de los cines de barrio.

Un olor inconfundible al sudor y al tabaco del vetusto salón; a pólvora recién disparada y a wiski recién destilado; a indios y soldados de caballería, jinetes que murieron con los tirantes colgando y las botas puestas; a fuertes calcinados por los apaches y a grandes tierras por colonizar desde largas caravanas, pero que también nos traslada a imperecederas pasiones humanas: a traiciones y venganzas; a misiones solo aptas para audaces; a lealtad y amistad; y a cantinas donde aplacar la sed y la soledad.

El viejo western no morirá. Aparecerá de cuando en cuando, como los viejos pistoleros que regresan del olvido para cobrar una deuda de sangre, como las señales de humo de los indios sobre las doradas areniscas de los territorios apaches, como el resonante toque de corneta del Séptimo de Michigan que, silbando alegremente Garryowen o entonando con nostalgia Rosa Lee, viene al rescate del espectador. Y siempre habrá alguien dispuesto a dejarse hechizar por esa magia compuesta de cielos abiertos, de inmensos paisajes por recorrer, de casacas azules y de vaqueros solitarios que calientan café y judías a la lumbre bajo una bóveda de estrellas que, como ellos, espectadores y vaqueros, son, somos, de otro tiempo.

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