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Louisville, KY, el derby del orbe

Diálogo Atlántico

Como cada primer sábado de mayo, la edición número 144 de “los dos minutos más grandes del deporte”, según el coronel Matt Winn (principal impulsor de la carrera en los inicios del siglo XX), se celebrará el próximo fin de semana.

Una vez al año, el hipódromo Churchill Downs, en Louisville, despega y viaja en el tiempo hasta los tiempos que inspiraron Peggy Sue. La jet set de varios estados acude con sombreros de fieltro y chaquetas de raso fucsia para apostar en las carreras y dejarse millones de dólares alrededor del óvalo de tierra machacada por las herraduras. Es el Derby de Kentucky, la fiesta mayor de un estado en el que el negocio del caballo significa más de 55 mil empleos y tres mil millones de dólares.

Después de casi un siglo y medio de vida, el Derby sigue atrayendo y encantando a los asistentes. Por tradición, las mujeres usarán colores pastel y un sombrero con arreglos florales, los hombres vestirán trajes acordes a la elegancia de la situación: dress to impress, dicta el código. Nada que ver con lo que me topé dos días antes, cuando llegué a Louisville.

En lo profundo de Estados Unidos, la sociología se delata de un vistazo y puede estudiarse con una romana. La gente que ocupa los asientos del Derby es delgada y guapa, parece haber nacido entre plumas. Se pavonea con una elegancia un tanto hortera propia de gente como Howard Hughes, con chaquetas claras y sombreros en cuyas cintas negras colocan los recibos de las apuestas. Aquí y allá pasean las barbies, unas réplicas de Paris Hilton que compiten posando ante las cámaras bajo sus pamelas de galaxia.

El día anterior había aparcado en un Wall-Mart, un supermercado claustrofóbico del tamaño de un hangar. Dentro, además de armas y municiones, hay cien tipos de mortadelas y jamones dulces alineados en estantes. Los clientes van en sillas de ruedas motorizadas y se llevan bolsas de patatas fritas de un metro de alto, enormes tarrinas de helados fabricadas con grasas industriales, galones de falsos zumos de naranja y paquetes de carne picada family size que pesan ocho libras. No pueden con su alma.

Salgo y me doy un paseo entre obesos que ruedan por las calles como modernos ironsides. Por el centro pulula una flota de carritos de golf conducidos por negros para hacer trayectos de cien metros cargando con víctimas de la comida basura, hombres y mujeres cargados de lorzas como flotadores, que levantan brazos que pesan cuarenta kilos, paran un carrito, se encajan dentro y resoplan. A cambio de un puñado de dólares, los conductores los llevarán hasta donde hayan aparcado sus furgonetas para minusválidos. Pienso en esa lucha de clases estrambótica, en la paradoja de un país de gordos y flacos, de negros y blancos, de yuppies de gimnasio de lujo alimentados con comida orgánica, y de consumidores de basura empaquetada.

En los accesos al hipódromo vociferan predicadores fanáticos que intentan salvar unas cuantas almas del infierno y critican megáfono en mano a las mujeres que acuden al Derby vestidas −gritan− como la puta de Babilonia. Nadie les escucha, porque todos han venido a divertirse y llevan en la mano grandes vasos de mint julep, el julepe de menta, un cóctel hecho con bourbon, menta y azúcar, que es la bebida tradicional de la carrera. Apoyados en cualquier parte, con una mano llenan la hoja de apuestas, con la otra sujetan un vaso con julepe. El aire huele a burgoo, un plato muy popular en el derby, un guisote de vacuno, pollo y cerdo con verduras, que los vendedores preparan en los aledaños del hipódromo.

Mientras dos viejos barcos de vapor estilo Mark Twain navegan por el río, al otro lado del Ohio el lumpen blanco de Indiana se mece en el porche de sus casas desvencijadas. Alrededor de Churchill Downs, cientos de familias humildes ceden pedazos de hierba de sus casas para montar aparcamientos improvisados o levantan barbacoas para vender platos de humeante burgoo, costillas con melaza o unas cuantas salchichas a los privilegiados que van a la zona de las apuestas. Al otro lado de las casas blancas y de los graneros rojos hay una nube de humo que sale borracha por las chimeneas de la destilería Jim Beam.

Charles Bukowski era un aficionado de las carreras de caballos y llegó a escribirle poemas al óvalo de Louisville en A day at the Oak Tree Meet. Si Bukowski perdía, bebía. Y, si ganaba, también. No era mal visto en una festividad en la que el bourbon es norma. «Si conoces ese hipódromo, sabes que puede hacer verdadero frío cuando estás perdiendo. El viento llega de las montañas y tus bolsillos están vacíos, tiemblas y piensas en la muerte y en los tiempos duros del alquiler y todo lo demás», escribió en Se busca una mujer.

En El derby de Kentucky es decadente y depravado, crónica pionera del periodismo gonzo que Tom Wolfe rescató en El nuevo periodismo, Hunter S. Thompson retrató y criticó las actitudes de los asistentes a la primera carrera de la conocida Triple Corona (le siguen el Preakness Stakes, en Baltimore, y el Belmont Stakes, en Nueva York). Thompson nació en Louisville y aprovechó su crónica para exponer lo que él consideraba el “rostro sureño” de Estados Unidos. En su crónica novelada, Thompson también se quejaba del racismo que imperó en el Derby durante sus primeras ediciones. Se corrió por primera vez en 1875. En quince de las primeras veintiocho carreras se coronaron jockeys de raza negra. Racionaron las razas. Desde 1902, cuando Jimmy Winkfield montó a Alan-a-Dale y cruzó la meta en el primer lugar, solo dos afroamericanos han vuelto a competir hasta la fecha. The last black King of the Kentucky Derby, de Crystal Hubbard, cuenta la historia de aquella épica.

Cuando los caballos aparecen en escena para cumplir con la vuelta de honor del Churchill Downs, los asistentes cantan My Old Kentucky Home, pieza compuesta por Stephen Foster (autor de Oh Susana), siempre interpretada por la banda de la Universidad de Louisville. Las gradas y las salas del hipódromo están repletas con alrededor de 150 mil personas de todo el mundo. De repente, toda la multitud se queda en silencio y se levanta llevándose la mano al pecho. Un hombre con voz de soprano canta el himno nacional americano. Las diferencias sociales desaparecen durante el tiempo que dura el canto. ¡Arranca el Derby!

Tras la última carrera abandono Churchill Downs con los bolsillos vacíos y el estómago ahíto de julepe. Doy un paseo hasta el cementerio cercano y me doy cuenta de la similitud entre casas y tumbas. En América, hay casas bajas con fachadas blancas alineadas en avenidas anchas para los vivos; para los muertos, tumbas blancas desperdigadas en campos de hierba, en greens como de campos de golf. Pienso en España y en nuestros bloques de pisos y en nuestros columbarios de nichos apiñados. Pienso que morimos como vivimos y que hay cierta identidad nacional en todas las cosas, incluso más allá de la muerte.

Volveré a España por el aeropuerto de Atlanta, donde solo trabajan negros.

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