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Tragedia, política y storytelling

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La triste saga familiar protagonizada por el vicepresidente Biden recuerda como la tragedia, el drama y la catarsis son elementos fundamentales en el storytelling que genera la política de Estados Unidos.

Entre los reproches casi inevitables que algunos intelectuales europeos presentan contra Estados Unidos, una crítica habitual es la carencia del sentido de tragedia. De acuerdo a este brochazo recurrente, uno de los grandes problemas de los americanos -sobre todo en lo referente a su proyección internacional- es que viven en un mundo perpetuamente abierto, en el que parecen no existir desgraciados límites marcados por el drama.

Toda esta rebuscada forma de argumentar que a Estados Unidos parece que se le olvidan demasiado rápido las lecciones aprendidas en la escena global no es aplicable a su política doméstica. Por lo menos el storytelling que genera la constante pugna electoral americana está sobrado de tragedia, drama, catarsis y, si hay suerte, apoteosis. Se puede decir que esa narrativa de la pena, por lo menos a nivel biográfico, es una herramienta electoral casi obligatoria. Lo cual resulta un contraste llamativo con toda esa tradición anglosajona de no verbalizar las desgracias y relegar las tristezas a la esfera de lo más privado.

Esta misma semana, la dramática saga familiar protagonizada por el vicepresidente Joe Biden ha servido para recordar esta peculiar síntesis de tragedia y política. Con un listón bastante alto que llega hasta la máxima cota del panteón presidencial: Abraham Lincoln, el mártir de la república asesinado justo al final de la Guerra Civil, y John F. Kennedy, el icono de los mil días en la Casa Blanca hasta el magnicidio de Dallas. Sin olvidar esa tendencia tan de Estados Unidos a la hora de recordar trágicas derrotas y fracasos que marcan un antes y después en su historia: El Álamo, Pearl Harbor, World Trade Center

En el caso de Biden, el «número dos» de Obama perdió el pasado sábado a su hijo Beau, víctima de un cáncer cerebral diagnosticado en 2013. El primogénito del vicepresidente era también su evidente heredero político. Tras convertirse en fiscal federal, había servido durante ocho años como fiscal general de Delaware. Casado, con dos hijos y un visible servicio militar como oficial jurídico de la Guardia Nacional, incluido un despliegue de un año en Irak, Beau Biden se preparaba ahora para seguir escalando peldaños en su cursus honorum. Aspiraba a ganar el próximo año el puesto de gobernador en el mismo Estado que ha servido de base política a su padre.

La muerte a los 46 años de Joseph Robinette «Beau» Biden III, con todo su ceremonial y público duelo, no es la única tragedia en la truncada dinastía de los Biden. En las navidades de 1972, cuando un precoz Joe Biden acababa de ser elegido como senador por Delaware, su primera mujer Neilia y sus tres hijos fueron de compras y un camión se llevó por delante al coche familiar. En el accidente, murieron la esposa y la hija pequeña, resultando gravemente heridos tanto Beau como su hermano Hunter.

A lo largo de su carrera política, Joe Biden ha recordado muchas veces ese primer capítulo de tragedia familiar hasta convertirlo en un cimiento emocional de sus 36 años como senador y dos mandatos como vicepresidente. Siempre insistiendo en el detalle de que cuando sus hijos eran pequeños, hacía el esfuerzo de volver en los trenes de Amtrak todos los días desde Washington D.C. hasta su casa en Wilmington para estar con ellos. Hasta en un reciente discurso de graduación en la Universidad de Yale, el vicepresidente recordaba aquella historia cuando ya sabía la desesperada situación de su hijo.

En otras circunstancias, lo ocurrido en las Navidades de 1972 debería haber quedado relegado a la esfera del sufrimiento más personal. Sin embargo, la tragedia personal es una valiosa materia prima política en Estados Unidos. Como cuando Bill Clinton recontaba su complicada vida familiar de niño; o Al Gore hablaba de la dolorosa muerte de su hermana Nancy por cáncer de pulmón; o Barack Obama escribía sobre los recuerdos de su padre de Kenia al que apenas conoció.

Evan Cornog, profesor de periodismo de la Universidad de Columbia, hizo en su libro The Power and the Story todo un repaso de la presidencia de Estados Unidos desde el punto de vista del storytelling. Su ensayo de 2004, ayuda a explicar esa particular intersección entre tragedia y política: «Desde los orígenes de la república norteamericana hasta nuestros días, los que han buscado conquistar el más alto cargo han tenido que contar a aquellos que tenía el poder de elegirlos historias convincentes sobre la nación, sus problemas y, sobre todo, sobre sí mismos. Una vez elegido, la capacidad del nuevo presidente para contar la historia adecuada y cambiarla cada vez que sea necesario es una cualidad determinante para el éxito de su administración. Y una vez fuera del poder, tras una derrota o al final de su mandato, a menudo se encarga durante los años siguientes de que su versión de su presidencia sea la que retenga la Historia. Sin una buena historia, no hay ni poder ni gloria».

Escrito por Pedro Rodríguez, profesor asociado de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid y de Periodismo en el Centro Universitario Villanueva.

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