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Simbología viciada

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La simbología nacional en España, desde 1833 hasta hoy mismo, ha supuesto invariablemente un motivo de tensión, discusión y enfrentamiento. La presentación hace muy pocos días del candidato del PSOE a las elecciones generales es buena prueba de ello, mereciendo mayor cobertura mediática la gran bandera nacional que enmarcaba el acto que el contenido del mismo. Resulta por otra parte sensacional advertir como, tradicionalmente, a esta patología semiótica de los españoles le ha sido reprochado el respetuoso tratamiento que otras naciones dispensan a sus símbolos nacionales, siendo común la invocación de los Estados Unidos de América como paladín de lo que debe ser la consideración a una bandera y un himno. Lo cierto es que en todos los sitios cuecen habas, y la aparente balsa de aceite norteamericana en relación con sus símbolos y su memoria no es tal si atendemos no solo a las últimas noticias que tras los asesinatos racistas de Charleston nos llegan desde Carolina del Sur, relacionadas con las peticiones de arriamiento de la bandera que ondea frente al State House de Columbia, sino también al debate que desde hace años se ha instalado en la sociedad norteamericana acerca de si es respetuoso o no que importantes acuartelamientos del Ejército de los Estados Unidos ostenten el nombre de generales confederados –en todo caso sediciosos y en algunos, claramente racistas o militarmente incompetentes– como Benning, Bragg, Polk o Hood, en donde prestan servicio hombres y mujeres en las mismas fuerzas armadas que, con lealtad a la Constitución de 1787, doblegaron la conducta insurgente de una parte de la Unión, con una coste en vidas y heridos demasiado alto como para encima, tener ahora que desempeñar sus obligaciones bajo el rótulo de líderes rebeldes que hicieron derramar la sangre de más norteamericanos que Cornwallis, o los generales Dietrich y Tojo juntos.

Además, resulta descorazonador comprobar que en muchos casos, las polémicas entorno a los símbolos descansan sobre premisas inexactas. Retomando el debate acerca de si debe o no permitirse ondear la Southern Cross frente a la sede del gobierno estatal de Carolina del Sur, se impone recordar que la bandera que todos tenemos en mente cuando se habla de la enseña confederada, compuesta por una cruz de San Andrés azul ribeteada de blanco sobre fondo rojo y trece estrellas blancas en sus brazos, nunca fue la bandera nacional de la Confederación entre 1861 y 1865. Las autoridades segregacionistas contaron con tres banderas oficiales durante su breve existencia: la primera, que fue diseñada por el artista de origen prusiano Nicola Marschall, y muy parecida a la bandera federal, pues constaba de tres grandes franjas roja, blanca y roja –análoga por tanto a la enseña imperial austriaca de donde era originario su autor– y un rectángulo azul que enmarcaba el círculo de siete estrellas blancas que al final creció hasta las definitivas trece representativas de los estados secesionistas. El desconcierto que este confalón generó en las filas rebeldes durante la primera batalla de Bull Run, en julio de 1861, al confundirla con la que portaban los soldados de la Unión, obligó a las autoridades de Montgomery a diseñar un estandarte para las tropas que fuese claramente identificable, para lo cual se creó la Bandera de Batalla del Ejército del Norte de Virginia, comandado por el general Lee, y que es la que hoy ondea en Columbia y que se identifica indiscriminadamente con todo lo relacionado con el Sur. Posteriormente, en 1863, la primera bandera nacional se sustituyó por la conocida como Stainless Banner, compuesta por un fondo blanco y la referida Bandera de Batalla inserta en su cuadrante superior izquierdo y, casi al final de la Guerra Civil Americana, en marzo de 1865, se oficializó la tercera y última oriflama nacional, la Blood Stained Banner, con el mismo diseño que la anterior, a la que se añadió una franja vertical roja en su margen derecho.

Por tanto, si la Southern Cross no fue nunca la bandera nacional de la Confederación y, por ende, no representa lo que fue un indiscutible intento de violentar la legalidad constitucional vigente en los Estados Unidos, siendo por el contrario un gallardete de combate bajo el que murieron cientos de miles de soldados sudistas ¿cuál es el problema para mantener esa divisa en memoria y como timbre de honor de los caídos de aquella facción? Pues la respuesta también es perfectamente intercambiable con nuestro escenario histórico-político: la manipulación. De la misma forma que durante décadas, nuestro añejo pabellón naval de 1785 fue objeto de apropiación por quienes se autotitularon como buenos españoles,  desde los años cincuenta del pasado siglo, el significado de la Bandera de Batalla confederada fue adulterado en los Estados Unidos por abyectos movimientos supremacistas así como por asociaciones de hijos de veteranos y melancólicos de Dixieland, convirtiéndose, en ambos casos, símbolos objetivamente inocuos en emblemas sedicentes. ¿Arriar banderas? Y qué culpa tienen ellas.

Escrito por Raúl C. Cancio Fernández, doctor en Derecho, académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y letrado del TS. Es autor del libro España y la Guerra Civil Americana o la globalización del contrarrevolucionismo.

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