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A propósito de Bob Dylan

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El pasado sábado 10 de diciembre, en conmemoración de la muerte de Alfred Nobel, se entregaron en Estocolmo los premios Nobel y, como era de prever, la entrega del Nobel de Literatura ha protagonizado la ceremonia desde que, el pasado día 13 de octubre, la secretaria de la academia sueca Sara Danius anunciara ante los medios el nombre del ganador; el cantante y poeta estadounidense Bob Dylan «Por haber creado nuevas formas de expresión poética dentro de la gran tradición de la canción estadounidense». Desde ese momento han sido muchos, casi a partes iguales, los que han discutido, elogiado o despreciado la decisión de la academia sueca. Dos semanas después, tras mantener en vilo a la opinión pública, el cantante de Duluth, aceptaba el premio con un escueto “me han dejado sin palabras” pero que, añadió días más tarde, no estaría presente en la ceremonia de entrega del premio por compromisos previos. No obstante, envió el discurso obligatorio para la cena de gala del día previo a la entrega que leyó el embajador de Estados Unidos en Suecia, Azita Raji, en el que el cantautor se preguntaba a sí mismo, tras la recepción del premio si, al igual que Shakespeare se preguntaba por sus escritos, eran sus canciones literatura.

La entrega del premio Nobel a Bob Dylan ha vuelto a reabrir la eterna discusión de los límites de la literatura y la posición que estos iconos culturales ocupan en el Olimpo de los narradores, poetas y dramaturgos. En el discurso de presentación a cargo del profesor Horace Engdahl, miembro del comité del Nobel de Literatura, se expresaba la unión que mantiene el cantante norteamericano con los “aedos griegos”, los visionarios románticos, los reyes y reinas del Blues y los maestros olvidados. Se justificaba el premio con la afirmación, por si algún miembro de la vieja guardia aún se atrevía a discutirlo, que los dioses no escriben, sino que bailan y cantan[1].

En cuanto a la ceremonia el sábado en Estocolmo, las palabras no han dejado de volar sobre el nombre de Patti Smith, la embajadora que Dylan envió en su nombre, su amiga y cantante, la cual, tras sorprender a la audiencia en la cena de gala de los nobel poniendo música a las palabras del Premio Nobel Hermann Hesse (1946) cantó a capela su tema Wings. Durante la ceremonia interpretó una de las canciones más hermosas de Dylan, en la que se puede tomar el pulso a su capacidad poética, A Hard Rain’s A-Gonna Fall y emocionó al auditorio con un lapsus en uno de los momentos más complejos del tema.

Oh, what did you see, my blue-eyed son?
Oh, what did you see, my darling young one?
I saw a newborn baby with wild wolves all around it
I saw a highway of diamonds with nobody on it
I saw a black branch with blood that kept drippin’
I saw a room full of men with their hammers a-bleedin’
I saw a white ladder all covered with water
I saw ten thousand talkers whose tongues were all broken
I saw guns and sharp swords in the hands of young children
And it’s a hard, and it’s a hard, it’s a hard, it’s a hard
And it’s a hard rain’s a-gonna fall

¿Qué has visto, hijo de mis entrañas?
¿Qué has visto, niña de mis ojos?
Vi lobos feroces en torno a un recién nacido
Vi una carretera de diamantes que nadie recorría
Vi una rama negra que rezumaba sangre
Vi un cuarto lleno de hombres con martillos sangrantes
Vi una escalera blanca cubierta de agua
Vi a diez mil oradores con las lenguas quebradas
Vi pistolas y espadas en manos de niños
Y será atroz y será atroz y será atroz
Será atroz la lluvia que caiga

*Traducción de José Moreno en Dylan, Letras completas, Malpaso, Barcelona 2017

Esta canción, escrita en 1962 durante los días de la amenaza nuclear por la crisis de los misiles de Cuba, mezcla la tradición de la música folk anglosajona con las formas más sublimes de la poesía de Rimbaud o Ginsberg. A Hard Rain’s A-Gonna Fall estaba incluida en el segundo disco de Dylan Freewhelin (1963) en el cual, su primer single a todos nos resultará familiar… Blowing in the wind. Todos recordamos la portada de este disco en la que se observa a un jovencísimo Bob Dylan paseando agarrado del brazo de la que entonces era su compañera Suzie Rotolo por las calles nevadas del Greenwich Village. Tal vez ninguna imagen se ha consolidado mejor como el retrato de una época, de un lugar y de una generación que se expandió desde el corazón de Manhattan al resto del mundo haciendo que sus letras sean hoy para nosotros cotidianas y conocidas, un éxito de la industria cultural, de la literatura que podríamos llamar “comercial” y que resuena en nuestras cabezas de manera más familiar que cualquier otro verso. Dylan es conocido más allá de cualquier frontera y nadie, ni sus detractores, dejan de mostrar su admiración por el dominio de la lengua del poeta de Duluth.

“Nobel de Literatura para el hijo de los ‘beatniks’” escribía Darío Prieto sin explicar a los profanos qué era eso de los “beatniks”, esa expresión artística de unos cuantos mocosos contraculturales que apareció en el barrio neoyorkino de Greenwich Village tras la Segunda Guerra Mundial, aquella generación de malditos (Kerouac, Ginsberg, Ferlinghetti, Borroughs) que heredaba la tradición rebelde de la “Lost Generation” de entreguerras (Henry Miller, Hemingway, Scott Fiztgerald). Si quieren tomarle el pulso a ese barrio y a esa época les recomiendo que visionen la película de los hermanos Cohen Inside Llewyn Davis (2013) en la que seguimos la vida de uno de estos folkies, Llewyn Davis, (un perdedor inspirado en Dave Van Ronk quien siempre estuvo a la sombra de Dylan) recorriendo las calles del Greenwich Village, el barrio de las viejas glorias de los beatniks, de los hípsteres que se comienza a transformar a principios de los años 60 en el barrio de los folkies y aquellos cafés “basket house” donde los cantantes interpretaban y después pasaban la cesta (basket) para recoger sus pequeñas ganancias, en los que aparecieron figuras como Van Ronk y el propio Dylan. En la escena final de la película, ambientada en el Gaslight Café en 1962, cuando Llewyn termina su interpretación de Fare Thee Well, un delgado joven, al cual sólo intuimos de espalda, se sube al escenario con su guitarra y comienza a rasgar los acordes de Farewell. Era el inicio de la carrera de Bob Dylan.

Este premio, discutido o no, es la consagración de una generación y un espaldarazo a la nueva concepción de la literatura alejada del canon, más allá de las convenciones establecidas por los apocalípticos defensores de la tradición contra los integrados en las nuevas formas de expresión literaria. No es un premio a un músico que escribe bien, pues esa música sin la palabra, en Dylan, no tendría sentido. Tal y como dice Unai Velasco en La Vanguardia la grandeza de Dylan está en la palabra antes que en la música.

Enhorabuena, Bob… Like a Rolling Stone!

 


[1] (…) Bob Dylan has changed our idea of what poetry can be and how it can work. He is a singer worthy of a place beside the Greeks’ ἀοιδόι, beside Ovid, beside the Romantic visionaries, beside the kings and queens of the Blues, beside the forgotten masters of brilliant standards. If people in the literary world groan, one must remind them that the gods don’t write, they dance and they sing. 

 

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