Historia de una seducción: arte español en Estados Unidos

1 junio

1898 fue una fecha decisiva en la historia contemporánea. Sabemos de sobra que la fácil victoria militar de Estados Unidos sobre España en la disputa por las últimas colonias caribeñas tuvo enormes consecuencias a corto y medio plazo, entre ellas una permanente crisis de identidad para los españoles y el comienzo de una mentalidad hegemónica sobre el mundo para los estadounidenses. Lo que quizás no sepamos tanto es que además ejerció un efecto inesperado en ese intangible terreno de las mentalidades: algunos destacados prohombres de América se sintieron fascinados por la idea de que su nuevo imperio heredaba lo mejor del español, o sea, la idea de que la cultura era, de hecho, una marca civilizatoria y un legado.

Esa moda fue conocida como “la hora española” e inspiró, entre otros, a millonarios y filántropos como Archer M. Huntington (quien fundó la Hispanic Society en 1904-1906) y, para el caso que nos ocupa, Andrew Carnegie (1835-1919). Destacado magnate del acero y las comunicaciones, en 1896 fundaba en la ciudad de Pittsburgh, Pensilvania, un museo de historia natural, un museo de arte y unos certámenes periódicos de arte que serían conocidos como Internacionales  y que continúan en nuestros días.

¡Bienvenido Mr. Carnegie! Arte español en las Internacionales de Estados Unidos (1898-1995) es el título del libro que se acaba de publicar gracias al Instituto Franklin y a la Universidad de Alcalá de Henares. Es, sobre todo, una invitación a conocer diversos momentos de esa seducción de la cultura y el arte españoles en Estados Unidos a lo largo del siglo XX. En primer lugar, se centra en un evento sobresaliente en el desarrollo del arte occidental moderno porque promocionó la carrera de los creadores mundiales más brillantes, siendo la puerta de entrada que les permitió a muchos triunfar en las grandes capitales, con Nueva York a la cabeza. Sobre todo a partir de los años cuarenta, cuando relevó a París como epicentro mundial del arte. En este sentido, el libro es también una buena tribuna desde donde poder seguir cómodamente el “desfile” de todos los movimientos plásticos contemporáneos: realismo, fauvismo, surrealismo, abstracción, expresionismo abstracto, informalismo, pop art, arte cinético, conceptual, land art, performance, videoarte, etcétera.

Durante décadas, las Internacionales apostaron por un esquema de competición entre países y por jurados que decidían quién era el mejor. Esa estrategia tal vez pecaba de simplista pero atesoraba la virtud de que facilitaba el acceso al panorama del arte mundial a todo tipo de público, sobre todo al no iniciado. El Instituto Carnegie (hoy Museo Carnegie de Arte) soñaba con cerrar el abismo entre un lenguaje a menudo críptico y la sociedad donde se había gestado pero a la que parecía negársele el acceso. El libro espejea también esa aspiración, preñada de utopía, de que la cultura y el arte nos pueden hacer a todos iguales, sin distinción de ningún tipo.

Entre esos países España siempre tuvo un protagonismo indiscutible. Era el país de los genios del pasado (El Greco, Velázquez, Goya) pero también de los grandes nombres del presente: primero Sorolla y Zuloaga, más tarde Picasso, Miró y Dalí, y ya en los años cincuenta y sesenta Tàpies, Chillida, Saura o Millares. Todos ellos encarnaban –y siguen encarnando– las señas más positivas del carácter español: originalidad, atrevimiento, expresividad y poder para emocionar al espectador con su lenguaje diferente, inconfundible.

Los sucesivos directores que comisariaron las Internacionales consiguieron acabar con los tópicos identitarios que tenía “lo español”. Así, de la llamada “leyenda negra” y la defensa de lo racial que se mantuvo hasta los años sesenta se pasó a una integración plena, consecuencia de los procesos de globalización y posmodernidad que se mantienen hoy en día en el mundo. En el fondo, esos directores (entre los que destacamos el impulso al arte español que le dieron Homer Saint-Gaudens, Gordon B. Washburn, Gustave von Grosswitz o Leon Arkus) impusieron su gusto personal, asesorados por decenas de galeristas, coleccionistas, críticos e historiadores del arte. Todos ellos son parte esencial de este relato porque dan nombre y apellidos a ese concepto que a veces resulta tan abstracto de “mundo del arte”.

El libro ofrece diversas posibilidades de lectura e interpretación, desde una visión general del arte moderno internacional (con énfasis en el proceso de recepción e influencia entre las propuestas españolas y estadounidenses) hasta una abundante información inédita y muy especifica sobre más de 150 artistas y casi un millar de obras que fueron expuestas allí a lo largo de las décadas.

Lo mejor de todo, quizás, es que mucho está aún por hacer. No hemos pretendido dar por concluido ese brillante capítulo del arte español contemporáneo, sino iniciar un camino que pueda animar a otros investigadores a avanzar en todas las direcciones posibles.

Diálogo Atlántico
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