I, too, sing America. / I am the darker brother. / They send me to eat in the kitchen / when company comes. / But I laugh, / and eat well, / and grow strong. / Tomorrow, / I’ll be at the table / when company comes. / Nobody’ll dare / say to me, / «Eat in the kitchen”. / then. / Besides, / they’ll see how beautiful I am / and be ashamed. / I, too, am America.
Langston Hughes, I, too, sing America (1925)
El pasado viernes 12 de octubre se cumplieron 50 años de la inauguración de México 68, la cita olímpica que construyó en dos semanas un relato deportivo y político sin apenas rival en la historia, en el que tuvo un papel especial la figura del atleta en la sociedad, representado en el podio por los velocistas Tommie Smith y John Carlos puño en alto, guantes negros y cabeza humillada durante la escucha del himno de Estados Unidos. Hace también medio siglo desde que comenzó a gestarse una alianza inédita: los Panteras Negras y los Young Patriots. Una extraña fusión de puños de cuero negro y chupas con la bandera confederada.
Después de años sin pasar por Washington, en la obligada visita al National Mall me sorprende un edificio oscuro situado justo enfrente del enorme complejo de la Environmental Protection Agency. Es el Museo Nacional de Historia y Cultura Afroamericana, inaugurado por Obama en 2016. Encaramado en un promontorio que hace de otero, el último museo en sumarse al Mall, enclave de una veintena de museos dedicados a la historia del país, permite ver tres manzanas más allá, en el 1600 de Penn Avenue, la residencia construida por esclavos negros durante la presidencia de John Adams. El museo viene a recordarme que estoy en un país fundado en el ideal de la libertad pero que mantuvo a millones de personas encadenadas, y que los afroamericanos, como recordaba el poema de Langston Hughes, son también América y han pasado desde los grilletes a la estación más importante de su camino hacia la libertad: la Casa Blanca de Barack Obama.
Jueves 22 de junio. Pese a ser un día laborable, una enorme fila de afroamericanos va penetrando lentamente en el museo. Diez mil visitantes cada día. En su mayoría son los descendientes de hombres y mujeres que, día tras día, año tras año, eran arrancados de sus parejas, de sus hijos, esposados y atados, vendidos y comprados o subastados como ganado aquí mismo, en el Mall, sobre una tierra gastada por la tragedia de miles de pies descalzos. El museo es, por eso, una institución cuyos más de 4.000 expositores están en buena parte dedicados al dolor, la esperanza, la humillación y los triunfos de millones de estadounidenses de origen afroamericano que llevan en sus vidas un pedazo del recorrido desde la esclavitud hasta la igualdad.
En una sala, me voy más de medio siglo atrás, a 1967, en plena génesis del movimiento de los Panteras Negras que tuvo su apogeo en la Olimpiada de México de 1968. Un año después, con Huey P. Newton ya investido como líder de los Panteras Negras, en medio de un clima de levantamiento armado, se dio un paso adelante en la unión con otras organizaciones, con el objetivo último de crear un frente antifascista, una alianza revolucionaria nacional que se enfrentase al poder blanco. Fue el origen de la Rainbow Coalition.
Fue toda una sorpresa asistir a la alianza de los Panteras con un extraño grupo de jóvenes blancos engominados que respondía al nombre de Young Patriots, cuyos miembros tenían todo el aspecto de hillbillies, greasers y rednecks revolucionarios que soñaban con levantar en Chicago una comunidad utópica llamada Hank Williams Village. Originaria del Uptown de Chicago, la organización fue diseñada para apoyar a los jóvenes emigrantes blancos de la región de los Apalaches, pero estaba abierta a todas las razas. Los jóvenes patriotas escuchaban country, amaban las motos y las armas, llevaban una bandera confederada rebelde en sus chaquetas y boinas de jean azul, y participaron en manifestaciones contra la brutalidad policial y el racismo. Atendían a desempleados, hombres y mujeres que vivían en la extrema pobreza, represaliados por la violencia policial. Formaban piquetes, montaban pequeños comedores para la comunidad. Hablaban de responder a los ataques de la policía y también de una revolución que parecía inminente.
Desde siempre, en los barrios pobres en los que vivían ondeaba la bandera de la Confederación. Los Jóvenes Patriotas no la veían como un símbolo racista, sino simplemente un recordatorio del lugar del que provenían. La integración de la bandera sureña en su discurso revolucionario fue algo natural y, posteriormente, aceptado sin problemas por los militantes negros. Como los Panteras, esos blancos sentían una ancestral desconfianza hacia el Gobierno que hizo las delicias de Jim Goad, autor del Manifiesto Redneck, y del cantante country punk Hank Williams III.
Casi no había diferencias entre los panteras y los hillbillies revolucionarios, pero mientras aquellos sentían el desarraigo del Continente Negro, estos tomaban sus referencias de su propia cultura conservadora, sureña y country. Los engominados blancos, los greasers, vivían en el Uptown de Chicago, el remolino de pobreza blanca más congestionado de todo el país, un barrio obrero «con casas cochambrosas, drogas, decenas de pandillas, desempleo y montones de basura en cualquier lugar», como se describe en el prólogo de Sucios, grasientos, rebeldes. Una revolución greaser (La Felguera, 2018) en el que se recopilan algunos de los artículos de Rising up Angry, el periódico que durante siete años fue la voz de los greasers y de muchas de las bandas de Chicago.
Allí se instalaron miles de emigrados de la América profunda, que, con el tiempo, se organizaron para combatir el acoso policial y urbanístico, y exigir de las autoridades mejor acceso a los servicios sociales. Cuando el Ayuntamiento intentó desalojar a los residentes de ese barrio, crearon la Uptown Area People’s Planning Coalition, cuya finalidad última era levantar en ese mismo lugar una urbanización proletaria autogestionada que llamaron Hank Williams Village en honor al cantante country que todos veneraban. Los Young Patriots se hicieron con los terrenos, los ocuparon y realizaron en ellos toda clase de actividades. Pero la utopía redneck no prosperó.
Para entonces ya se había tendido un puente ideológico y táctico con los rebeldes negros: la cuestión no solamente era racial sino social. Estaban siendo explotados y así seguirían salvo que el país se levantase contra los burócratas y dirigentes, contra la auténtica basura blanca. Con Fred Hampton, dirigente del capítulo de Illinois de los Panteras Negras, José «Cha-Cha» Jiménez de la Young Lords Organization, y Katiri LaRouge, del Native American Housing Committee, la Organización de los Jóvenes Patriotas ayudó a formar la Rainbow-PUSH Coalition de Martín Luther King y Jesse Jackson, que logró lo que parecía imposible: colocar la bandera sureña junto al puño de cuero del Black Power.
Es el mismo puño que vi en el museo cuando después de dejar atrás los pedazos de las vidrieras de la iglesia de Alabama donde murieron asesinadas por una bomba cuatro niñas afroamericanas en 1963, el féretro de Emmett Till, el adolescente linchado en el Mississippi de los años 50, un vagón de tren exclusivo para pasajeros negros, una casa de esclavos en una plantación de Carolina del Sur o las esposas empleadas para retener a un niño esclavizado, pasé junto a un podio con la escultura del atleta John Carlos, puño en alto, en los Juegos Olímpicos del 68. Reconocí el guante.