La Administración Obama mantiene hasta el final su empeño por aumentar la seguridad nuclear en todo el mundo, desde la desestabilizadora proliferación de Corea del Norte al riesgo de que organizaciones terroristas, como el autodenominado Estado Islámico, perpetren algún tipo de ataque radioactivo.
Para entender la política exterior de Estados Unidos durante los últimos siete años resulta imprescindible leer la entrevista concedida por el presidente Obama a la revista The Atlantic. En este prolijo análisis publicado en el número de abril por el periodista Jeffrey Goldberg, el ocupante de la Casa Blanca hasta el próximo 20 de enero reconoce que finalmente ha terminado por contagiarse de un preocupante fatalismo sobre las limitaciones de Estados Unidos en la arena internacional. Especialmente en un mundo donde una serie de profundas y poderosas fuerzas –el tribalismo, gobernantes miserables, la persistencia del miedo– chocan con las mejores intenciones.
Entre todas esas contradicciones, la seguridad nuclear ocupa un lugar prominente entre fantasías de omnipotencia y un diabólico problema de seguridad colectiva. Desde 2010, la Administración Obama ha impulsado un sistema de cumbres bianuales dedicados exclusivamente a esta cuestión. La última cita correspondiente al 2016 ha tenido lugar en Washington, D.C., entre el 31 de marzo y el 1 de abril con la participación de más de cincuenta naciones y algunas notorias ausencias. Como en ocasiones anteriores, el objetivo ha sido doble: lograr avances tangibles en el control de materiales radioactivos y fortalecer la arquitectura global de la seguridad nuclear.
La actualidad más inquietante respalda la necesidad de todos estos esfuerzos realizados con una mezcla de éxitos y fracasos. Empezando por el proceso de acelerada proliferación nuclear protagonizado por Corea del Norte. Durante los últimos meses, Pyongyang ha presumido del desarrollado de su propia bomba de hidrógeno, una tecnología mucho más compleja y destructiva basada en la fusión nuclear. Además, el régimen insiste en sus esfuerzos por miniaturizar cargas nucleares para facilitar la utilización bélica de su creciente arsenal y sigue desarrollando misiles balísticos intercontinentales.
En el segmento más low cost pero no menos preocupante, las preocupaciones también se han multiplicado ante el peligro de que grupos terroristas sean capaces de conseguir y utilizar lo que en la jerga de las armas no convencionales se conoce bombas sucias, es decir la combinación de explosivos convencionales y materiales radioactivos. Desde el 11-S, el miedo a estos artefactos de dispersión radiológica no ha hecho más que multiplicarse hasta llegar a la ofensiva terrorista en curso lanzada por el autodenominado Estado Islámico contra objetivos en Europa.
El sistema de cumbres sobre seguridad nuclear de Obama ha logrado avanzar, sobre todo, la lucha contra el contrabando de materiales radioactivos. Un reiterado ejemplo de éxito es la colaboración lograda con Georgia, que del colapso de la Unión Soviética heredó no solo la sobredosis de tensiones del Cáucaso sino también una peligrosa abundancia de material nuclear. Con respaldo internacional, el gobierno georgiano ha multiplicado sus esfuerzos por controlar este peligroso legado y eliminar todas sus reservas de uranio altamente enriquecido.
Con todo, el interés yihadista demostrado por las instalaciones nucleares de Bélgica ha renovado el temor a una escalada terrorista en esa dirección. El caso belga resulta especialmente preocupante por su abultado historial de fallos en la seguridad de sus instalaciones nucleares; la incompetencia que caracteriza a sus servicios de inteligencia y fuerzas policiales; y la presencia de una red terrorista profundamente arraigada ante la pasividad negligente de las autoridades.
Las posibilidades de que un grupo terrorista obtenga suficiente uranio enriquecido para producir una bomba de fisión nuclear es considerada por los expertos como remota. Sin embargo, existen otros escenarios mucho más factibles como algún tipo de ataque contra una central nuclear o hacerse con suficiente material radioactivo para fabricar una bomba sucia. Este segundo escenario no supone un gran reto técnico si se cuenta con los materiales necesarios. Por eso, la Administración Obama en la cumbre de Washington ha insistido más que nunca en la necesidad de multiplicar la vigilancia sobre una tecnología que Estados Unidos y la Unión Soviética compartieron para uso civil con más de cuarenta países durante la Guerra Fría.
En cuanto al sueño, alimentado tras la caída del muro de Berlín, de un mundo sin armas nucleares, hay pocas razones para el optimismo. Con la excusa de modernizar para reducir, Estados Unidos y Rusia están dedicando una multimillonaria inversión a sus respectivos arsenales. Pese al reciente acuerdo alcanzado con Irán, el resto de los miembros del club nuclear también están dedicados a perfeccionar toda esta categoría de armas apocalípticas, empezando por un país tan inestable como Pakistán. Incluso Donald Trump, en su delirante campaña ha apostado por solucionar el problema de la proliferación nuclear aumentando el número de países nuclearizados.
En su celebrado discurso de Praga de 2009, el presidente Obama planteó el idealista compromiso de Estados Unidos y una ambiciosa hoja de ruta para conseguir el sueño de un mundo liberado del peligro nuclear. Sin embargo, entre las contradicciones de la Doctrina Obama, profundas y poderosas fuerzas –el tribalismo, gobernantes miserables, la persistencia del miedo– también siguen chocando con las mejores intenciones en materia de seguridad nuclear.