Crimea ya está perdida para Ucrania, para Europa, y para Occidente. La anexión a hechos consumados de la península no ha sorprendido a nadie. Ni tan siquiera a los que pedían a Rusia que depusiera su actitud a la misma hora que Vladimir Putin escenificaba la vuelta a la “Gran Rusia” del territorio en discordia. Dos son las grandes preguntas que ahora quedan sin respuesta: (1) si Putin se conformará con su reciente “conquista”; y, (2) si la UE y EE.UU. serán capaces, y cómo, de frenar al gigante ruso.
La historia nos enseña que los nacionalismos expansionistas –incluso los separatistas,– son peligrosos por la irracionalidad que supone la imposición de una voluntad que en muchas ocasiones no es ni compartida ni reconocida. Los viejos fantasmas de una Europa de entreguerras en la que se ensalzaba la idea mesiánica de “un pueblo, un imperio, y un líder” vuelven a planear sobre el viejo continente con las últimas decisiones de Vladimir Putin. Con más de 25 millones de compatriotas fuera de las fronteras de la “Madre Rusia”, pero repartidos en Estados relativamente cercanos, la actitud de Moscú en Crimea ha levantado los miedos de una posible intervención militar en aquellos países en los que hay una significativa minoría ruso parlante. Mientras tanto, las potencias occidentales permanecen impávidas y divididas; cargándose de razones más o menos justificadas para acordar el nuevo rumbo a seguir en sus relaciones con Rusia.
El presidente Putin ha defendido la necesidad de establecer una Unión Euroasiática que incluyese a las antiguas repúblicas soviéticas y que sirviera de contrapeso a la Unión Europea. Las intenciones de Moscú se percibían desde este lado de los Urales como una voluntad de cooperación económica entre Rusia y sus aliados tradicionales. La invasión de Ucrania y la amenaza de actuar en cualquier país limítrofe en defensa de los ruso-parlantes demuestra, por el contrario, que se trata de una decisión geoestratégica. Una medida que ha servido para aumentar exponencialmente la popularidad del exagente del KGB tanto dentro de su país (71,6%), como en los Estados en los que los rusos son una minoría; pero que, a la vez, ha minado su imagen ante los países occidentales. Está por ver qué va a pasar con esa opinión pública tan proclive una vez se implementen las previsibles sanciones que llegarán desde la UE y los EE.UU.
De momento, Jay Carney, portavoz de la Casa Blanca, ya ha sugerido no invertir en el mercado ruso por las repercusiones internacionales que las últimas decisiones podrían acarrear a la economía del país. Rusia también juega la baza económica: es el tercer socio comercial de Europa, y su economía y la de la UE están más imbricadas que nunca. Para la Unión, la dependencia energética del oso ruso es todavía muy grande, si bien se ha reducido un 30% en los últimos años. Las palabras de Carney puede que alienten a los gobernantes europeos a establecer penalizaciones más duras contra Rusia. Es más probable que Rusia se quede sin dinero, que Europa sin recursos energéticos. La percepción de una vuelta a los aciagos tiempos de la URSS, alejará de forma paulatina a los inversores occidentales, quienes verdaderamente han favorecido el milagro de la economía rusa. Como decía Carney, realmente no vale la pena invertir en valores rusos. Nunca la ha valido.