Una justa y equilibrada Asociación Transatlántica de Libre Comercio

Una vez asumida y aceptada la realidad global que caracteriza al mundo actual, ahora toca rediseñar un nuevo orden internacional que habrá de estructurarse sobre preceptos tan sagrados como el respeto a los derechos humanos, la justicia social, la lucha contra la pobreza, el crecimiento económico sostenible y un principio ineludible de libre comercio que favorezca el intercambio justo de productos, bienes y servicios. Constituyen éstas, por tanto, las bases sobre las que se ha de sustentar una sociedad en constante proceso de transformación, y caracterizada tanto por los trasvases humanos y los procesos migratorios, como por las amenazas derivadas del hambre, el terrorismo o los conflictos bélicos.

En plena segunda década del siglo XXI, y todavía con el recuerdo del devenir de la Segunda Guerra Mundial y las expectativas creadas tras el final de la Guerra Fría y la caída del muro de Berlín, los grandes actores internacionales han terminado por reconocer la interdependencia de un mundo globalizado en el que ya no es posible desarrollarse o medrar, ni a nivel económico ni en materia de seguridad, sin tener muy en cuenta a cada uno de los aliados que se van postulando como tales a lo largo y ancho del planeta. De ahí la razón de ser de los cientos de organizaciones intergubernamentales y asociaciones supranacionales que, en las últimas décadas, o bien se han consolidado como agentes de estabilidad, o bien se han constituido como instituciones capaces de aspirar a un reequilibrio internacional con el que todos salgamos beneficiados.

Hasta tal punto esto es así, que las dos grandes potencias mundiales han decidido priorizar en sus respectivas agendas las acciones destinadas a reforzar sus vínculos estratégicos y comerciales en el exterior. Tanto Barack Obama (quien a su llegada a la Casa Blanca afirmó que sus prioridades en política exterior necesariamente pasarían por el sector económico), como Xi Jinping (que dedica todos sus esfuerzos a estrechar lazos económicos además de con India y los países de su entorno, con sus socios africanos y latinoamericanos, y con la propia Federación Rusa), han querido darle a sus sinergias diplomáticas un componente netamente comercial. Y lo han hecho conscientes de que no hay nada mejor que un buen tratado de libre comercio para afianzar, al tiempo, la hegemonía política y la influencia en materia de cooperación para la seguridad. Como ejemplo, ahí tenemos el Área de Libre Comercio de Asia Pacífico (FTAAP), promovida por China para incrementar su preeminencia sobre la región, o la Alianza Transpacífica de Asociación Económica (TPP) que plantea EEUU en un territorio similar y en competencia con el rival chino.

La UE, que también es consciente de los múltiples proyectos supranacionales que se desarrollan ya desde el Norte de África al área más austral del Continente Negro, pasando por el territorio de los Grandes Lagos, así como de los últimos esfuerzos de la APEC y la ASEAN en materia económica, y del nuevo brío que anhelan Mercosur, Unasur y la propia Celac, no puede ni debe quedarse al margen de esta reestructuración internacional. Es aquí donde el Tratado de Libre Comercio entre la UE y EEUU, decir, la ambicionada Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP) ha de adquirir un papel protagonista fruto de un largo proceso de gestación y entendimiento que se remonta a 1990, y que tiene en 1998, 2007, 2011 y en el Mandato de 2013, algunos de sus momentos decisivos. Y habrá de hacerlo ya no sólo por edificarse sobre dos de las más importantes regiones del mundo, que engloban el 60% del PIB mundial, el 50% de la producción y más del 30% del comercio global (el 33% en bienes y el 42% en servicios), sino porque hablamos de un montante de casi 850 millones de potenciales consumidores que saldrán favorecidos; eso sí, siempre que se respete la denominada fórmula win-win que pretende beneficiar a ambos bloques por igual.

Pese a ello, hemos de reconocer que, tanto por los modos como por las formas en que se está desarrollando el proceso negociador entre EEUU y la UE, esta Asociación Transatlántica ha generado una serie de recelos que hubiesen sido fácilmente evitables a poco que, en pos de la transparencia, se dotase de más información a la lógicamente interesada opinión pública. El secretismo, pese a que se asuma con el fin de no bloquear las distintas fases del acuerdo, sólo contribuye a infundir miedos, generar dudas, presumir debilidades y entorpecer la redacción y el pacto final. Todo ello incluso reconociendo que, como apuntan rigurosos estudios elaborados por el Centre for Economic Policy Research, el IFO Institute, o la Bertelsmann Stiftung, los beneficios del Acuerdo en términos de empleo, renta per cápita y exportaciones parecen evidentes incluso para España.

A estas alturas, de lo que se trata es de buscar un equilibrio ventajoso entre las partes. Equilibrio en la eliminación de barreras regulatorias y no arancelarias, de forma que tanto las grandes corporaciones, como las pequeñas y medianas empresas salgan beneficiadas. Equilibrio en materia de arbitrajes, de modo que los intereses de los conglomerados empresariales no minen los derechos de los gobiernos y los ciudadanos. Equilibrio “probatorio” en materia de seguridad agroalimentaria, de forma que la norma de «precaución» de la UE, y el parámetro de «riesgo científico» aplicado en EEUU a la hora de aceptar productos manipulados genéticamente, proteger la salud y aumentar la seguridad alimenticia sean reconciliables. Equilibrio a la hora de hacer valer también allí nuestros certificados y títulos académicos,  o en el momento de optar a los diversos concursos de obra pública. Este principio de equilibrio, sobre el que se asienta el visto bueno tanto de socialdemócratas y laboristas, como de conservadores y liberales, a la hora de avalar el TTIP y trabajar en la elaboración del Acuerdo desde las distintas comisiones sectoriales en que están representados, sin duda conseguirá que nuestro transporte y comunicaciones civiles resulten más competitivos, e incluso que la industria automovilística y la energética salgan favorecidas.

Si realmente cumplimos este principio de equilibrio entre las partes, y nos comprometemos a blindar los servicios públicos y también el gasto social derivado de los derechos laborales, la sanidad, o la educación (cuestiones que la UE tiene la «obligación» de salvaguardar por estar amparados por las legislaciones nacionales y reconocidos en el marco jurídico europeo –léase la Declaración conjunta sobre los servicios públicos difundida en Bruselas el 20 de marzo de 2015), entonces podremos decir que hemos conseguido construir esa justa y equilibrada Asociación Transatlántica de Libre Comercio con la que todos soñamos.

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