Una de las notas definitorias de la doctrina nacional-populista que se ha instalado en la Casa Blanca es la del adanismo recalcitrante; esa pretensión de que cualquier iniciativa propia es original y que antes de su advenimiento todo era páramo; como decía Ortega, la historia comienza con ellos. Por ello, sería imperdonable que incurriésemos en el mismo vicio y pensáramos que desde el Inauguration Day estamos ante un inédito escenario de desunión de la sociedad norteamericana. Tan incontrovertible es que el país sufre hoy de una hemiplejía casi simétrica, como que desde su fundación adolece cada cien años aproximadamente de una crisis disolvente.
En el embrionario periodo constituyente, las diferencias entre Federalistas y los Anti-Federalistas pusieron en serio riesgo el propio nacimiento de la nación. En 1861, el absceso infectado y mal curado durante la primera mitad del siglo XIX reventó violentamente, volviendo a alienar la Unión, esta vez con un aterrador coste humano. El estadio antagónico en el que nos encontramos ahora, no descendió del cielo sobre la colina del Capitolio la mañana del 20 de enero. La presente polarización sociopolítica tiene su origen en la quiebra del sistema político tripartito a finales de la década de 1960, después de casi medio siglo de mestizaje parlamentario, merced al cual cada partido podía articular fácilmente una coalición con alguno de los otros y en contra del tercero, dependiendo del asunto en cuestión: demócratas del Norte y del Sur se unían para organizar la Cámara y el Senado, al tiempo que Demócratas del Norte y Republicanos se aliaban para aprobar el Acta de Derechos Civiles de 1964 y en paralelo, la coalición conservadora de Republicanos y Demócratas del Sur votaban conjuntamente para bloquear las políticas económicas más liberales. Este sistema se desintegró con el magnicidio de Dallas, volcándose el electorado con la facción más liberal del Donkey Party, desestabilizándose el ecosistema congresual que tan buenos frutos había dado en las últimas décadas. Ello generó que los partidos Demócrata y Republicano se fueran paulatinamente homogeneizando, prescindiendo de aquellas posiciones moderadas que facilitaban la transacción. Esta escalada en el integrismo político-partidista se reforzó en la presidencia de Nixon, iniciándose un periodo de alternancia en el que las posiciones se volvían cada vez más irreconciliables, hasta alcanzar el paroxismo durante la última campaña electoral y estas primeras semanas de la nueva administración. Por lo tanto, sí, en efecto, desunión, enfrentamiento, encono… pero como en los últimos doscientos cincuenta años.
Ahora bien, la actual fractura social sí ofrece algunos rasgos novedosos con respecto a otros periodos caracterizados por la cisura ciudadana. En la actual dislocación ha tenido una incidencia no desdeñable la hipertrofia de los medios de comunicación que, paradójicamente, en lugar de incrementar su capacidad de influencia política, la ha reducido a mínimos históricos al fragmentarse las audiencias y laminarse consecuentemente la pluralidad interna en los propios medios. Se atiende de modo exclusivo a los propios y se ignora al adversario, creándose sociedades autistas.
En segundo lugar, la brecha social se ha visto cimentada en el imparable retorno a las ciudades-estado. El fenómeno de las megaciudades en todo el mundo ha fortalecido un profundo sentimiento tanto de pertenencia como de alienación en la ciudadanía de estas grandes urbes, pero vinculada no tanto por rancios factores identitarios o étnicos, como por la sensación de pertenecer a redes transnacionales de orden cultural, económico y social. Influencia intensa que, sin embargo, no ha sido capaz de contrarrestar fenómenos electorales como el Brexit británico, la frustrada reforma constitucional italiana, el auge de populismos excluyentes en Alemania o Francia o la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, a pesar de que la mayoría de los votantes de ciudades como Londres, Milán, París, Berlín o Nueva York sufragaron netamente en contra del sentir electoral del resto de sus respectivos compatriotas. Fenómeno electoral que, precisamente, no ha hecho sino amplificar la sensación de diferenciación y de desubicación de estas colectividades frente al resto del Estado-nación.
Last but not least, hoy en día se vota «contra algo» y no «para algo». Es el voto preñado de revancha, el nihilismo electoral, el sufragio-erupto que cristaliza en la inviabilidad de zonas grises en el electorado y, por ende, en la sociedad. La nueva Internacional Populista sin complejos que representan Trump, Farage, Grillo, Le Pen o Iglesias, dispuesta a poner en cuestión el paradigma económico, político e ideológico sobre el que se asienta el ineluctable proceso globalizador, tiene una base sociológica ontológicamente irreconciliable con el resto de una población a la que desprecian en cuanto a que la ignoran.
El desgarro en el pueblo norteamericano el 4 de marzo de 1865 era infinitamente mayor al actual, y sin embargo se cauterizó «con malicia hacia nadie; con amor para todos; con firmeza en lo justo, según Dios nos da para ver lo justo, esforcémonos a terminar la obra en la que nos encontramos; a vendar las heridas de la nación; a cuidar de aquel que llevó la carga de la batalla, y por su viuda y su huérfano –a hacer todo lo que pueda lograr y preservar una paz justa y duradera, entre nosotros mismos, y con todas las naciones» …265 caracteres, mal asunto.