Imperial Presidency, versión Trump

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La proliferación de órdenes ejecutivas ilustra el grave problema de polarización política y gobernabilidad que sufre Estados Unidos.

Con la grandilocuencia ejecutiva de Richard Nixon como fuente de inspiración inmediata, el historiador Arthur Schlesinger Jr. publicó en 1973 un citado análisis sobre la evolución institucional de los ocupantes de la Casa Blanca. Titulado The Imperial Presidency, el estudio de uno los mayordomos intelectuales de John Fitzgerald Kennedy explica el creciente poder acumulado por los ocupantes de la Casa Blanca a través de más de dos siglos de experiencia democrática en Estados Unidos. Una evolución que eventualmente ha logrado desplazar al Congreso como piedra angular del diseño institucional acordado por los Founding Fathers en la Constitución de 1787.

Es cierto que, por esa ambivalencia tan americana hacia la acumulación de poderes ejecutivos, hasta el arranque del siglo XX los presidentes de Estados Unidos se han encontrado sin recursos suficientes como para liderar la acción del gobierno federal. Y, de hecho, una significativa porción de todos los líderes que han pasado por el despacho oval, se han dejado llevar pasivamente por la corriente. Ya que, en retrospectiva, declinaron cualquier protagonismo gubernamental dando un paso hacia atrás en deferencia al Congreso federal o incluso sus propios gabinetes.

Sin embargo, la emergencia de presidentes cada vez más decisivos –con un antes y después en el liderazgo de Franklin Delano Roosevelt– se ha visto acompañada por una proliferación de órdenes ejecutivas (al igual que memorándums, proclamaciones y findings). Estos instrumentos de gobierno, en esencia, no son más que declaraciones realizadas por el presidente imponiendo cambios en las políticas aplicadas por Estados Unidos sin la aprobación del Congreso federal.

El catálogo mantenido desde comienzos del siglo XX cifra en más de 14.000 el número de órdenes ejecutivas emanado de la Casa Blanca. Quizá la más notoria de todas ellas sea la iniciada como Pendleton Act de 1883, que tras el asesinato del presidente Garfield inauguró la profesionalización de la función pública en Estados Unidos hasta entonces dominada por el clientelismo político.

En la práctica, las órdenes ejecutivas tienen la fuerza de ley hasta que otro presidente las retracte, el Congreso las nulifique o las Cortes federales dictaminen que son ilegales o directamente inconstitucionales a través del Tribunal Supremo. Estos instrumentos unilaterales son notificados al público a través de su publicación en el Federal Registrer y tradicionalmente incluyen referencias a las provisiones legislativas específicas que sirven de base para la intervención presidencial.

Firmar órdenes ejecutivas, memorandos y proclamaciones es básicamente a lo que se ha dedicado el presidente Trump durante sus primeros diez días en el despacho oval. Con decisiones que desmantelan los principales logros de la Administración Obama, además de colocar en evidencia el papel internacional de Estados Unidos como un aliado fiable y con políticas permanentes. En la lista de grandes hits del Trumpismo destacan:

  • Executive Order 13765: La orden para empezar a desmontar y repeler la reforma sanitaria, a pesar de que veinte millones de estadounidenses han logrado cobertura médica gracias a Obamacare.
  • Memorandum for the Heads of Executive Departments and AgenciesCongelación de toda nueva regulación federal.
  • Presidential Memorandum: La retirada de Estados Unidos del acuerdo comercial TPP (Trans-Pacific Partnership) que vinculaba a un 40 por ciento del PIB mundial.
  • Presidential Memorandum: El visto bueno para la construcción del oleoducto Keystone, de Alberta a Nebraska, bloqueado por la Administración Obama.
  • Presidential Memorandum: Construcción del oleoducto Dakota Access, desde Dakota del Norte a Illinois.
  • Executive Order 13766: Permisos expeditivos para la construcción de nueva infraestructura pública.
  • Executive Order 13767: Inmediata construcción de un muro fronterizo con México y la contratación de 5.000 agentes adicionales para la vigilancia de fronteras.
  • Executive Order 13768: Represión de las llamadas “ciudades santuario” en Estados Unidos, a través de penalizaciones en la financiación federal. Discrecionalidad casi ilimitada para instituir mecanismo de deportación.
  • Executive Order: Reducción de las regulaciones federales y control del gasto asociado, decisión informalmente conocida como one, in; two, out.
  • Executive Order: Veto a la entrada en Estados Unidos de ciudadanos procedentes de siete países de mayoría musulmana (Irán, Irak, Libia, Somalia, Sudán, Siria y Yemen). Con diferencia, esta ha sido la orden más polémica de las emitidas hasta la fecha ha sido cuestionada en tres cortes federales y ha provocado el sumario cese de la fiscal general en funciones por desacato.

A pesar de toda esta letanía de decisiones recibidas con bastante crispación dentro y fuera de Estados Unidos, la realidad es que tanto presidentes republicanos como demócratas se han contagiado desde hace décadas de esta fiebre del “decretazo” que no encaja con la insistencia original de limitación de poderes para la democracia de Estados Unidos. Con la consiguiente polémica sobre qué deben hacer el Congreso y el Poder Judicial para corregir esta “desviación” ejecutiva, al amparo de la inicial nebulosa constitucional a la hora de delimitar entre administración y legislación.

Al final, lo que debería ser un recurso más bien excepcional para remediar los parcos detalles incluidos en el artículo 2 de la Constitución de 1787 dedicado a la presidencia, se ha convertido en rutina como atajo pendular a la polarización política y la consiguiente parálisis institucional en Washington. El problema de todo este ejercicio de presidencia imperial es que, dentro del diseño institucional americano, los resultados óptimos solamente se pueden lograr a través del concurso de las partes y el consenso.

 

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