El balance de este listón para medir a los ocupantes de la Casa Blanca confirma un esfuerzo visceral por cuestionar el estatus quo tanto en la política doméstica como internacional.
Durante la primavera de 1970 –uno de los momentos de mayor contestación social en Estados Unidos contra la guerra de Vietnam– para evitar un asalto a la Casa Blanca ocupada por Richard Nixon fue necesario improvisar una barricada con decenas de autobuses municipales en torno al 1600 de la Avenida Pensilvania. El Servicio Secreto, encargado de la seguridad presidencial, intentaba evitar otra tragedia como la que había costado la vida a cuatro estudiantes en un campus universitario de Ohio. Todos los efectivos de la Policía Local estaban desplegados en el centro de Washington, con el refuerzo militar de la 82 División Aerotransportada.
Dos o tres generaciones después, la insurgencia parece que vuelve a campar por sus respetos en la capital federal. Aunque esta vez, la tensión revolucionaria y la anarquía emanan más bien desde dentro de la Casa Blanca, no proceden de la calle. En sus primeros 100 días como presidente de Estados Unidos, Donald Trump ha confirmado con creces su vocación populista de agitador-en-jefe contra el status quo. Con el correspondiente esfuerzo visceral por cuestionar tanto la forma de hacer política en Washington como las relaciones de Estados Unidos con el resto del mundo.
Dentro de un tono de permanente tensión hasta la sobrecarga, el presidente Trump ha cuestionado incluso hasta el mismo listón de los 100 días, todo un referente dentro de la clásica métrica con que se juzga el desempeño de todos los ocupantes de la Casa Blanca. Este hito, por supuesto, procede de los tres primeros meses de Franklin Delano Roosevelt como presidente de Estados Unidos y todas las iniciativas del New Deal planteadas a partir de marzo de 1933 para hacer frente in extremis a la Gran Depresión.
De acuerdo a la vanidosa hipérbole de Trump, la situación de Estados Unidos es ahora muchísimo peor en comparación con el histórico desastre económico al que tuvo que enfrentarse FDR. De hecho, el flamante e inflamable presidente no ha dudado en calificar el listón de los primeros 100 días como “un estándar ridículo” porque “sin importar lo mucho que he logrado, y ha sido mucho (incluido el Tribunal Supremo), los medios de comunicación me matarán”.
Más allá de las filias y fobias de Donald Trump, el aniversario de los 100 días sirve para recordar que la moderna presidencia de Estados Unidos es el equivalente a una pecera donde resulta imposible esconderse. Una exposición extrema agravada en el caso particular de Trump por una trayectoria que solo tiene sentido delante de las cámaras. A través de sus formas y contenidos, Trump nos ha enseñado bastantes cosas durante esta mini-temporada de tres meses en la Casa Blanca:
DE UN PLUMAZO. En su sistemática ofensiva de demolición, Trump ha emitido una letanía rompedora de memorándums y órdenes ejecutivas, es decir decisiones unilaterales del ejecutivo federal con fuerza de ley. Esta querencia al “decretazo” simboliza hasta qué punto la creciente polarización de Washington ha destilado una disfuncional cultura de gobierno al margen del requerido debate y consenso en un sistema político obsesionado con evitar la concentración de poder. Con estas herramientas tan expeditivas como incendiarias, el nuevo presidente se ha dedicado sobre todo a destripar el legado de Obama. Desde retirar a Estados Unidos del acuerdo comercial Trans-Pacífico que vinculaba al 40 % del PIB mundial hasta desmantelar las regulaciones conocidas como Dodd-Frank Act para evitar otro desastre financiero como el del 2008.
CUARTO PARTIDO POLÍTICO. Trump, tras la opa hostil lanzada en las primarias al Partido Republicano, opera al margen del bipartidismo que tradicionalmente caracteriza la política de EE.UU. El mejor ejemplo sería su mayor fracaso en estos 100 días: desmantelar la reforma sanitaria de su antecesor Obama. En un primer intento, los republicanos no han logrado sumar a la intensa minoría disidente generada en sus filas por el Tea Party. Con un panorama de fracturación en el que Capitol Hill intenta operar con overbooking: el GOP, el recalcitrante Freedom Caucus, el Partido Demócrata en declive y el propio Donald Trump. Un presidente que pese a contar con los índices de aprobación comparativos más bajos desde el final de la Guerra Mundial, ha desembarcado en Washington con muchas menos hipotecas que sus más populares antecesores.
EL PULSO CON LA JUSTICIA. Con diferencia, la decisión más contestada en estos primeros 100 días ha sido el bloqueo de inmigración dictado contra personas procedentes de siete países de mayoría musulmana con la excusa de evitar posibles atentados terroristas. Esta orden ejecutiva, que provocó una situación caótica con evidentes injusticias, no tardó en ser cuestionada ante los tribunales federales y generar una suspensión cautelar. En este pulso, Trump no ha dudado en desacreditar y cuestionar a la Justicia en Estados Unidos. Un espectáculo desmoralizante –según llegó a admitir el propio nominado de Trump para el Tribunal Supremo, el juez Neil Gorsuch– en contraste con una tradición ejemplar en términos de separación de poderes, controles y equilibrios institucionales.
ANARQUÍA DELIBERADA. En política, como decía The Economist, el caos lleva al fracaso. Sin embargo, en la Casa Blanca de Trump la anarquía parece ser parte del plan. Como él mismo avanzo durante la campaña, “los índices de audiencia son poder”. En su desempeño presidencial, la bronca y la aceleración son constantes. Al igual que las luchas de poder en el seno de la Casa Blanca y tensión evidente con los servicios de inteligencia. Además, todos sus conflictos de intereses y las vinculaciones con Rusia suponen una fuente constante de retos y controversias. Todo este descontrol se complica con el nihilismo burocrático que profesa Trump. En su lucha contra el “Estado Administrativo”, el presidente mantiene una plusmarca de vacantes en la cúpula del gobierno federal (unos 4.000 puestos de libre designación, con un millar sometidos a ratificación por el Senado).
UN DÍA CUALQUIERA. El presidente organiza el trabajo diario en tres porciones destinadas a asegurarse la máxima atención mediática. La jornada empieza con un matutino fuego a discreción de tweets provocadores, para después realizar alguna reunión en la Casa Blanca con la idea de completar su abrumadora presencia en las redes sociales con video. A Trump le encanta aparecer en el despacho oval por su iconografía casi totémica. Después, toca el briefing a cargo del parodiado secretario de Prensa Sean Spicer, que se ha convertido en todo un beligerante espectáculo. El último tercio del ciclo informativo es más flexible y sirve para improvisar todavía más o preparar el día siguiente. Todo este calendario de trabajo se completa con escapadas constantes al club privado que Trump tiene en Florida. Un trasiego criticado que contrasta con su llamativo recelo a realizar viajes oficiales fuera de Estados Unidos.
ENEMIGO FAVORITO. Trump ha encasillado a la prensa de Estados Unidos como su principal adversario político, con descalificaciones inolvidables como “las filtraciones son verdad, las noticias son falsas”. A pesar de que la prensa libre (como la justicia independiente) es una pieza clave de cualquier democracia, la creciente hostilidad mediática de Trump le produce un oportunista beneficio porque su base también considera que los medios de comunicación son deshonestos y elitistas. En el fondo, la prensa no hace más que recordar a Trump su obsesión con no ser percibido como un presidente ilegítimo por haber perdido el voto popular frente a Hillary Clinton. Por 100.000 papeletas en tres Estados postindustriales del llamado cinturón de óxido, él no estaría en la Casa Blanca.
SOLO, MUY SOLO. Durante la campaña presidencial ya quedó de manifiesto que Trump es un llanero solitario, rodeado de un mínimo equipo y utilizando su avión como oficina. Como presidente, la soledad del poder es más que notoria. Solo media docena de colaboradores sin experiencia en Washington parecen tener alguna influencia en el presidente. Según el New York Times, al final de la tarde, Trump se retira a la residencia de la Casa Blanca, vacía porque su mujer y su hijo pequeño siguen en Nueva York supuestamente hasta el final del curso escolar. En bata, se dedica a ver televisión, hablar por teléfono o a sus ajustes de cuentas en Twitter. A veces, le acompaña su antiguo jefe de seguridad, Keith Schiller, ahora convertido en protector ayudante presidencial.
WEST WING. El presidente no es un hombre de lecturas, reflexiones o grandes planteamientos intelectuales. Para eso está su estratega en jefe, Stephen K. Bannon, al que se le atribuyen las decisiones más controvertidas o las posiciones más corrosivas asumidas por Trump. El sermón apocalíptico favorito de Bannon es que Estados Unidos se encuentra en un fin de ciclo, un punto de inflexión rupturista sin retorno. Y, de hecho, el gurú de la Derecha Alternativa no oculta su celo revolucionario: “Nos estamos moviendo a lo grande y rápido. No hemos venido aquí para hacer cosas pequeñas”. Sin embargo, el gran problema de Bannon es que no ha tardado en chocar con el ego del propio Trump y su familia.
“POSFUERZA”. Durante su campaña electoral, Trump ha sido un virtuoso de la “posverdad”, es decir todos esos embustes políticos que sin pestañear relativizan la verdad, banalizan la objetividad de los datos e imponen el discurso más intestinal sobre el racional. En la Casa Blanca, este modus operandi continúa con la proyección global que ofrece la presidencia de Estados Unidos. El lanzamiento de casi sesenta misiles Tomahawk contra un aeródromo militar en la localidad siria de Homs, el uso de la “madre de todas las bombas” en Afganistán o el despliegue fantasma del portaaviones “Carl Vinson” en Corea del Norte puede considerarse como la primera salva de otra cuestionable aportación del trumpismo: la “posfuerza”. Lo que vendría a ser el uso de la fuerza militar sin una estrategia, sin aliados, sin plan de salida y, sobre todo, sin aspiraciones a cambiar nada. El único objetivo no sería otro que reforzar la apariencia de ser un líder decisivo, un implacable renegado del multilateralismo, el libre comercio y el orden liberal internacional.