Desde que el 8 de noviembre de 2016 venciera en las elecciones presidenciales a Hillary Clinton, pocas han sido las constantes que han acompañado a Donald Trump en su convulso mandato. Entre ellas, cabe destacar la expectación internacional que ha generado cualquiera de los estrenos del mandatario en los habituales foros y reuniones ligadas al desempeño de su cargo. De este modo, todos recordamos el discurso inaugural del presidente en enero del pasado año, pero no ya por su contenido sino por la polémica acerca del número real de asistentes al acto y la acuñación del término alternative facts.
No menos controvertida fue la decisión de Trump de escoger Arabia Saudí e Israel como sus dos primeros destinos fuera de Estados Unidos en el marco de un periplo que, posteriormente, le llevó a recalar en Italia, el Vaticano y Bruselas. Los reporteros integrados en la comitiva tuvieron así la oportunidad de documentar la primera visita de un presidente en activo al Muro de las Lamentaciones, quedando también para el recuerdo estampas como la del alto mandatario realizando la danza de las espadas flanqueado por los secretarios de Estado y de Comercio. Tras ser recibido por un circunspecto Papa Francisco, el inquilino de la Casa Blanca llegó a Bruselas con la intención de afear a sus aliados su escasa contribución a la defensa colectiva. Quizás la OTAN ya no estuviera obsoleta, como el propio Donald Trump había aseverado un mes atrás en presencia del secretario general Jens Stoltenberg, pero el presidente mantuvo su guion en la vigésimo octava cumbre de la Alianza. Sin disipar totalmente las dudas sobre si el gobernante entiende el funcionamiento de la organización, volvió a incidir en la necesidad de potenciar su papel en la lucha contra el terrorismo islámico. Un tema que también flotó sobre la reunión del G7 en Taormina y que supuso, en la práctica, uno de los escasos elementos de cohesión en un encuentro calificado de fracaso ante la obstinación de la nueva Administración norteamericana en materia climática y comercial.
Al mismo tiempo que en la escena doméstica continuaba el incendio sobre la eventual intervención rusa en el proceso electoral de Estados Unidos, Trump tuvo la oportunidad de saludar por primera vez a Vladimir Putin con motivo de la cumbre del G20 celebraba a comienzos de julio en Hamburgo. Pocos detalles se filtraron sobre la reunión, siendo esta inusual discreción una nota discordante en el habitual espectáculo de variedades que parece acompañar al mandatario allá donde va. Mucho más ajustado al personaje fue su estreno en la Asamblea General de Naciones Unidas, desde cuyo estrado profirió duras palabras contra Venezuela e Irán, a la par que amenazó al “hombre cohete” que rige los designios de Corea del Norte con la total aniquilación de su país, si así lo exigía la seguridad de Estados Unidos o de sus aliados. Curiosamente, pese a este tipo de exabruptos, no faltaron voces que destacaron un cierto cambio de registro en el discurso presidencial para abrazar un unilateralismo fuertemente belicista y, por tanto, alineado con ciertos dejes del republicanismo más convencional. Dejando a un margen las interpretaciones, sus palabras destilaban desconfianza hacia las iniciativas multilaterales y sembraban la duda sobre las bondades del modelo de convivencia encarnado por la ONU. Una crítica refrendada por la decisión adoptada en octubre del pasado año de retirar al país de la UNESCO ante las supuestas tendencias antisraelitas de la organización, en lo que supuso un perfecto preámbulo al posterior reconocimiento de Jerusalén como capital del Estado de Israel y al anuncio del traslado de la Embajada en un futuro cercano aún no revelado.
Este ha sido pues el rastro que ha dejado Donald Trump a lo largo de su primer año de mandato en las múltiples ocasiones en las que ha tenido que actuar como debutante. Ahora le toca hacer lo propio en el discurso del estado de la Unión. Se trata de la primera vez que tenga que enfrentarse a este escenario, dado que en febrero de 2017 la fórmula utilizada fue la de un discurso ante el pleno del Congreso, siguiendo la práctica habitual para los presidentes recién elegidos. No está de más recordar que esta actuación supondrá la nonagésima quinta vez en la que la máxima autoridad estadounidense pronuncia en persona esta alocución, la cual era anteriormente conocida como el mensaje anual. Siguiendo las pautas marcadas en el artículo II del texto constitucional –el cual requiere que el presidente informe de cuándo en cuándo al Congreso acerca del estado de la Unión–, el 8 de enero de 1790, George Washington tuvo el honor de inaugurar esta tradición con una exposición muy breve de apenas mil palabras.
Mucho se ha modificado desde entonces el tono y contenido de un evento que, a partir de 1947, pasó a ser conocido con el apelativo actual. Entre estas novedades fue especialmente significativa la decisión adoptada en 1965 por Lyndon B. Johnson para que el discurso se trasladara a las primeras horas de la noche, con el objetivo de que que su emisión por televisión alcanzara a una mayor audiencia. La llegada de internet ha podido modificar el hábito de los espectadores –el discurso pronunciado en 2002 por George W. Bush fue el primero en poder seguirse online–, pero está claro que sigue siendo una inmejorable cita para concitar la atención de todo el globo, condición especialmente seductora para Donald Trump.
¿Qué podemos esperar de este estado de la Unión? En primer lugar, un relato exitoso por parte del máximo mandatario norteamericano. Se afanará por presentar como logros todas sus iniciativas, incluso las más polémicas. La buena noticia para los intereses presidenciales es que en este discurso la economía suele tener un peso esencial. Atendiendo a la reciente participación de Trump en el Foro Económico Mundial en Davos, otro estreno a añadir a la larga lista ya delimitada, su mensaje será claro: América es el mejor sitio del mundo para invertir y su economía disfruta de una envidiable salud. Hasta qué punto el buen rumbo de la macroeconomía estadounidense responde a los estímulos fiscales adoptados por su Administración o se ha beneficiado de la herencia recibida seguro que no será algo que quede fuera de la alocución. En este sentido, su apuesta por una defensa a ultranza de las bondades de su política económica no dejará lugar a la duda. Está por ver si aprovechará la ocasión para anunciar nuevas medidas que contribuyan a la creación de empleos.
En segundo término, pero conectando con lo anterior, el presidente seguro que no pierde la oportunidad de atacar a los demócratas, a los que probablemente acusará de ser una amenaza para la estabilidad nacional por su responsabilidad en el breve cierre administrativo acaecido a comienzos de año. Incluso no sería raro que el nombre de Hillary Clinton vuelva a ser pronunciado por Trump para utilizarla como contra-modelo del triunfante relato construido por el neoyorquino. En este mismo bloque encajaría todo lo relativo a la política migratoria y, previsiblemente, tratará de exponer las ventajas de su plan de regularización de los dreamers, el cual esconde, en la otra cara de la moneda, el incremento de las partidas destinadas a restringir nuevas entradas en el país. Cómo se gestione este tema será clave para evitar un nuevo shutdown.
Otra apuesta casi segura puede ser alguna referencia al papel de los medios de comunicación críticos con su Administración. Nunca parece estar de más una nueva alusión a las fake news. Más difícil de prever es si habrá algún espacio para reflexionar sobre el deterioro de la convivencia en términos raciales o sobre iniciativas que han sacudido la conciencia crítica del país como el movimiento #MeToo. Si estas aparecen no dejarán de resultar polémicas. A su vez, también los opiáceos y las medidas para combatir este problema pueden tener cierto espacio. Por último, no faltarán las referencias a la seguridad nacional, el apartado idóneo para que Trump provea a la prensa internacional con algún titular sobre Daesh o los países fetiche de los ataques del presidente: Corea del Norte, Venezuela, Irán y demás shithole countries, si se me permite sacar de contexto su propia expresión.
En suma, en apenas unas horas gran parte de estas incógnitas quedarán despejadas. Sin duda, como han planteado muchos analistas, un hecho clave será el margen de improvisación que el presidente esté dispuesto a introducir en su discurso. Sobran los ejemplos en los que Trump hizo caso omiso a sus asesores para incorporar expresiones o razonamientos de su propia cosecha. Sin embargo, esta puede ser una pista falsa. Me explico: ¿no convendría rebajar la atención que se destina a estudiar cada gesto del mandatario y tratar de ir más allá de la superficie? Prácticamente todos los estrenos anteriormente recopilados se vieron salpicados por algún exabrupto, alguna anécdota o chascarrillo. No pretendo restar importancia a los mismos, pero tampoco pueden convertirse en el único material de análisis. El principal problema que tiene Estados Unidos es la incapacidad que parece tener la nación para construir nuevos consensos. Ni siquiera los escándalos que han caracterizado este primer año de mandato han servido para recomponer a la oposición. Al mismo tiempo, trasladar una imagen simplista de las actuaciones de Trump contribuye a esa sensación de parálisis.
Es complejo analizar la obra de gobierno de la presente Administración buscando tras ella una lógica programática. Y sin embargo, a la luz de lo aquí comentado, parece tenerla. El despacho oval lo habita una persona que quizás buscase notoriedad y ampliar su horizonte empresarial –si nos atenemos a las revelaciones contenidas en “Fire & Fury”–, pero que tiene claro la América que quiere. Sabe que unos Estados (des)Unidos son más fáciles de manejar que un país articulado en torno a los dos grandes partidos. Esa fue su fortaleza y, por el momento, su poderoso relato edificado en torno al espíritu ganador americano, que él dice encarnar, le sigue funcionando. Es por ello que anticipo un tono ofensivamente triunfalista en su discurso de este estado de la (des)Unión que se ha cernido sobre Estados Unidos. Sea como sea, está claro que a ninguno va a dejar indiferente.
Misael Arturo López Zapico es profesor ayudante doctor en el Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid. Su actividad investigadora incluye la publicación de diferentes libros y artículos científicos sobre las relaciones políticas y económicas entre España y EE.UU. en el siglo XX. En la actualidad coordina el proyecto UAM-Banco Santander “De las palabras a los hechos: manifestaciones violentas del antiamericanismo desde la Guerra Fría hasta los albores de la era Trump” (2017/EEUU/10).