Trump lleva hasta el extremo su nacional-populismo con la retirada de Estados Unidos del Consejo de Derechos Humanos de la ONU justo cuando se multiplican las críticas contra la crueldad de su política migratoria.
Philip Roth publicó en 2004 una obra maestra de historia contra-factual titulada The Plot Against America, sobre la elección de Charles Lindbergh, el héroe de la aviación y simpatizante de los nazis, como presidente de Estados Unidos en 1940. La novela ofrece relevantes elementos como la fracturación del Partido Republicano, el entusiasmo por el nacional-populismo, el recelo hacia la diversidad y demasiada poca fe en la democracia liberal. Sin olvidar, por supuesto, la carencia de valores y relativismo moral, gravísimas violaciones de derechos humanos, la negación del multilateralismo y la predilección por el aislacionismo. Por no faltar, hasta hay un pacto de no agresión con el Tercer Reich.
En tiempos de recesión democrática, el libro de Roth se está convirtiendo en una especie de best seller entre los que observan con justificada preocupación todo lo que viene ocurriendo en Estados Unidos desde hace más de quinientos días. Es cierto que, en virtud del ejemplar sistema de checks & balances –producto de un diseño constitucional obsesionado con evitar la concentración y abuso de poder–, la posibilidad de que triunfe una conjura autoritaria contra América resulta muy poco probable.
Sin embargo, como argumenta el profesor Cass R. Sunstein, “sería insensato ignorar los riesgos que Trump y su administración representan para normas establecidas e instituciones que ayudan a preservar tanto el orden como la libertad”. En este contexto tan problemático es donde se enmarca la retirada de Estados Unidos del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, justo cuando se multiplican las críticas contra su política intencionalmente cruel e inhumana contra los inmigrantes sin papeles interceptados al cruzar la frontera sur. Una política de “tolerancia cero” que supone criminalizar lo que hasta ahora había sido una infracción administrativa; encarcelando primero en lugar de deportar; y lo que es muchísimo grave: separar a menores de sus padres.
La maldita excusa utilizada para salir de la institución más relevante en el mundo para la defensa de los derechos y la dignidad humana ha sido Israel, frecuentemente cuestionada por el tratamiento que reciben los palestinos cerca o bajo su jurisdicción. Con toda su arbitrariedad, la Administración Trump ha demostrado su inquietante coherencia neo-westfaliana a la hora de extraer a Estados Unidos de toda clase de organizaciones internacionales y acuerdos multilaterales.
Es la primera vez en la historia que un miembro del Consejo de Derechos Humanos de la ONU se retira de manera voluntaria. De esta manera, el trumpismo coloca a Estados Unidos en la más que cuestionable compañía de Irán, Corea del Norte y Eritrea como los únicos países que en el mundo que no participan de las reuniones y deliberaciones de esta imperfecta institución, reinventada en 2006 y heredera de la inicial Comisión de Derechos Humanos creada tras la Segunda Guerra Mundial.
Quizá lo más desconcertante es que precisamente Estados Unidos haya tenido un papel decisivo no solo en el diseño de Naciones Unidas a través de la Carta de San Francisco de 1945 sino también en la formulación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Elementos fundacionales del orden liberal internacional basado en principios y valores que irónicamente se encuentran conectados con la tradición política americana y reformulados con la ayuda de elementos progresistas como el New Deal, las cuatro libertades de Franklin Delano Roosevelt y la Carta del Atlántico rubricada en agosto de 1941.
En lo que lleva de mandato, Trump ha cuestionado décadas de consenso bipartidista en política exterior y sobre todo está logrando alterar de forma radical el papel de Estados Unidos en el mundo. Con un traumático giro copernicano con respecto al principio de que Estados Unidos ha venido siendo un claro beneficiario de la red de alianzas, el libre comercio y el entramado de organizaciones establecido tras la Segunda Guerra Mundial.
En su demoledor historial, la Administración Trump ha renegado del acuerdo climático de París, el pacto nuclear con Irán, la zona de libre comercio con el Pacífico y hasta de la UNESCO, además de imponer sanciones a los más importantes socios comerciales de Estados Unidos. Sin olvidar, su poco reconfortante proclividad por toda clase de regímenes autoritarios, en contraste con la desastrosa relación con los tradicionales aliados del G7.
No solamente la historia juega en contra de la Administración Trump, también el calendario. La salida del Consejo de Derechos Humanos de la ONU ha coincidido con una generalizada condena tanto doméstica como internacional hacia la práctica de separar menores de sus padres en la frontera sur (un total de dos mil niños y niñas en el plazo de seis semanas). El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad Al Hussein, ha pedido un final inmediato a unas prácticas “intolerables” de abuso infantil.
El cúmulo de críticas, en mitad del pulso que se libra en Washington sobre cómo debe ser la política de inmigración de Estados Unidos, ha obligado al presidente Trump a retractarse parcialmente de su estrategia de “tolerancia cero” contra los inmigrantes sin papeles. Un inexcusable curso de acción con fines supuestamente de disuasión humanitaria y que en la práctica ha llevado a criminalizar lo que hasta ahora era una infracción administrativa.
La definición perfecta de un miserable es aquel que abusa de los débiles y de los que no tienen nada. Por eso, el libro de Philip Roth resulta tan relevante al contar lo que puede pasar incluso en América cuando un presidente no se encuentra suficientemente comprometido con los principios constitucionales de un gobierno democrático.