Dick Cheney, co-presidente

Dick Cheney

En la ninguneada historia de los vicepresidentes de Estados Unidos, Richard Cheney ha sido una figura tan excepcional en términos de poder como irresistible para Hollywood.

El folclore político de Washington reserva para el puesto de vicepresidente alguno de sus peores prejuicios. A pesar de encontrarse literalmente a un latido de ocupar la presidencia de Estados Unidos, existe una irrespetuosa inclinación a considerar ese puesto como una especie de figurante, o actor muy secundario, en la superproducción en que ha terminado por convertirse la Casa Blanca con ayuda de grandes crisis, guerras y ocupantes cada vez más asertivos hasta llegar al delirio del Trumpismo.

Un vicepresidente de EE.UU. es ese político en el background del que se espera, sobre todo, aquiescencia automática. Además de hacer bulto en funerales y demás funciones públicas poco apetecibles para el personaje principal. De su ninguneo institucional es prueba la etiqueta coloquial que recibe en la jerga gubernamental americana: la apócope “vice” que en latín significaría “en lugar de” pero que en inglés también significa “vicio”.

«El vicio del poder» («Vice») Adam McKay (2018)

Además de asumir el puesto de presidente en caso de dimisión, impeachment, incapacitación o muerte, el vicepresidente de EE.UU. preside sobre el Senado federal. Aunque solo puede votar en la Cámara Alta en caso de empate entre sus cien miembros (dos escaños por Estado). Más allá de esas limitadas funciones constitucionales, la influencia de un vicepresidente depende exclusivamente del poder informal que pueda acumular, siempre con la aquiescencia del presidente.

Durante buena parte de la historia de la Casa Blanca, los vicepresidentes han sido figuras irrelevantes. John Adams, el primer ocupante de ese puesto a las órdenes del primer presidente George Washington, lo tuvo bastante claro desde un principio: “La vicepresidencia es el cargo más insignificante que jamás haya inventado el hombre o que su imaginación haya concebido”.

Thomas Marshall, “número dos” de Woodrow Wilson, solía contar la siguiente historia para ilustrar su falta de relevancia: “Había una vez dos hermanos. Uno marchó a la mar; el otro fue elegido vicepresidente de Estados Unidos. Y nada más se volvió a escuchar de ninguno de los dos”. Chascarrillo a la altura de la idea que el propio Woodrow Wilson –el único presidente con un doctorado en Ciencias Políticas– tenía de los “vice”: “Su importancia consiste en el hecho de que pueden cesar de ser vicepresidentes”.

Frente a esta percepción bastante banal y tanto cliché de irrelevancia, la gran excepción sería Richard Cheney. Mucho más que el lugarteniente de George W. Bush, este consumado insider del Partido Republicano está considerado como el más poderoso vicepresidente de Estados Unidos. Lo más parecido a una co-presidencia dentro de la historia del Ejecutivo unitario americano.

Bush eligió a Dick Cheney como candidato a la vicepresidencia en julio del año 2000, después de haberle encargado coordinar la búsqueda del mejor aspirante posible. En ese momento, Cheney tenía 59 años y una mala salud de hierro que le obligó eventualmente a someterse a un trasplante de corazón. Junto a una enriquecedora experiencia en el sector privado al frente de la compañía energética Halliburton, también tenía una ejemplar carrera en Washington: cinco legislaturas como diputado en la Cámara Baja, jefe de gabinete del presidente Ford y secretario de Defensa con Bush padre. Cartera ministerial que le colocó en el centro de la “Tormenta del Desierto”, la ejemplar operación militar y diplomática para lograr en 1991 la liberación del Kuwait invadido por Sadam Husein.

Elegir un running mate es un ejercicio de profunda sinceridad por parte de los aspirantes a la Casa Blanca. Ya que con ese ejercicio de selección están reconociendo sus propias carencias. En el caso de George W. Bush, estaba claro que ni le interesaba ni sabía sobre todas esas cuestiones “mundanas” asociadas al hecho de que todos los problemas del mundo, tarde o temprano, terminan sobre la mesa del presidente de Estados Unidos.

Y por eso, Georges W. Bush delegó en Cheney hasta niveles insospechados, incluso después del 11-S. Jornada que el vicepresidente pasó refugiado en el bunker de la Casa Blanca y en la que empezó a pensar sobre la intolerable amenaza que supondría la combinación de yihadismo y armas de destrucción masiva. Sus posteriores apariciones públicas sirvieron para medir el nivel de miedo a una nueva ofensiva terrorista. Convencido de que el riesgo de no hacer nada era mucho mayor que el riesgo de intervenir. Es decir, que el fin justificaba los medios.

Durante el electoral verano del año 2000, el mordaz comediante Jay Leno no dudó en describir el ticket Bush-Cheney como la candidatura del Mago de Oz: “Cheney necesita un corazón y Bush, un cerebro”.

 

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