Desde el comienzo de los tiempos, existieron —y existen— géneros artísticos que definen la identidad cultural de una nación. En una apretada síntesis, podríamos mencionar el kabuki japonés, la opera buffa italiana o la zarzuela española. Acaso uno de los máximos exponentes de esta idea sea el género cinematográfico estadounidense por antonomasia: el wéstern, épica histórica cuyo origen se remonta a los principios mismos del Séptimo Arte.
Filmada solo ocho años después de que los hermanos Auguste (1862-1954) y Louis Lumière (1864-1948) patentaran el cinematógrafo, Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery, Edwin S. Porter, 1903) está considerada la primera película “del oeste” y —pese a sus escasos once minutos— uno de los primeros ejemplos de esquema narrativo en el cine estadounidense. Considerado espectáculo de masas y frecuentemente desdeñado por la crítica, el wéstern marcó para siempre la esencia de los Estados Unidos (dejando postales inolvidables que son parte del acervo cultural del siglo XX) y se exportó a todos los rincones del planeta, elevando a la categoría de iconos identitarios a figuras como John Wayne, Gary Cooper, John Ford o Howard Hawks, entre muchos otros. Esta historia, curiosamente, tuvo en nuestro país uno de sus capítulos más significativos.
Corría el año 1955. España comenzaba a salir lentamente de la miseria y la autarquía. A finales de ese año, la Organización de las Naciones Unidas aceptó —con la venia de los Estados Unidos— el ingreso en su seno del país que Francisco Franco conducía con mano de hierro desde 1939. La Guerra Fría tenía razones que el corazón no entiende y el Pentágono necesitaba un gendarme en la Península Ibérica.
En ese mismo año, el legendario Orson Welles advirtió las ventajas de España como locación económica y logísticamente interesante para las producciones cinematográficas estadounidenses. El puntapié inicial fue Míster Arkadin (Mr. Arkadin) -filmada en la Costa Brava, Segovia, Valladolid y Madrid- y diez años después repitió con Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight), cuya producción se situó en Colmenar (Málaga), la Casa de Campo madrileña, Pedraza (Segovia) y Soria.
Sin embargo, la explosión de la industria cinematográfica en España en general —y del wéstern en particular— tuvo lugar entre los años 1966 y 1974. En esa casi década, España entera se calzó un sombrero Stetson, tomó un fusil Remington o cabalgó hacia la inmensidad de un desierto imprevisto, utilizando como escenarios las localidades de Hoyo de Manzanares (Madrid), Covarrubias (Soria), el desierto de Tabernas (Almería) o el Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar (también en Almería) entre muchas otras. A estos rincones de nuestra geografía acudieron leyendas del cine como Clint Eastwood, Henry Fonda, Lee van Cleef, Eli Wallach, Gian Maria Volonté, Charles Bronson, Franco Nero, Anthony Quinn y muchísimos más.
A la hora de nombrar algunas figuras pioneras del género, es imposible olvidar a italianos como Sergio Leone (1929-1989), creador de epopeyas como Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964), La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965), El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966), Hasta que llegó su hora (C’era una volta il West, 1968) y ¡Agáchate, maldito! (Giù la testa, 1971); Sergio Sollima (1921-2015), con El halcón y la presa (La resa dei conti, 1966), Cara a cara (Faccia a faccia, 1967) y Corre, hombre, corre (Corri, uomo, corri, 1968); Enzo G. Castellari (1938-), director de Voy, le mato y vuelvo (Vado… l’ammazzo e torno, 1967), Johnny, el vengador (Quella sporca storia nel west, 1968), Llego, veo, disparo (I tre che sconvolsero il West: Vado, vedo e sparo, 1968) y Mátalos y vuelve (Ammazzali tutti e torna solo, 1968) o Enzo Barboni y Le llamaban Trinidad (Lo chiamavano Trinità…, 1970), Le seguían llamando Trinidad (Continuavano a chiamarlo Trinità, 1971) o Y después le llamaron El Magnífico (E poi lo chiamarono il magnifico, 1972). A los cineastas venidos de Italia (quienes le dieron al género su impronta particular y un nombre mágico: spaghetti western) se sumaron estadounidenses como Burt Kennedy (1922-2001) con La quebrada del diablo (The Deserter, 1971) y Ana Caulder (Hannie Caulder, 1971); británicos como John Guillermin (1925-2015), creador de El Cóndor (The Condor, 1970) o Terence Young (1915-1994), director de varios filmes de la saga de James Bond, pero que en España dirigió la inquietante Sol rojo (Soleil rouge, 1971). A esta necesariamente recortada nómina de directores de wéstern que trabajaron en España se suman -incluso- argentinos como León Klimovsky (1906-1996), con Un dólar y una tumba (La sfida dei MacKenna, 1970) y Reverendo Colt (1971) o Tulio Demicheli (1914-1992) con Reza por tu alma y muere (Arriva Sabata!, 1970).
Capítulo aparte merecen los directores españoles que dejaron una huella imborrable en el género de las botas, las balas y las diligencias. Una enumeración no demasiado erudita debería incluir al pionero Joaquín Romero Marchent (1921-2012) —director de El coyote (1955), considerado el primer wéstern español— y su hermano
Rafael Romero Marchent (1926-, director también de varios episodios del éxito televisivo Curro Jiménez), Amando de Ossorio (1918-2001), Eugenio Martín (1925- ), quien fuera ayudante de dirección de Guy Hamilton y Nicholas Ray en sus trabajos españoles; José Luis Merino (1927- ), Joan Bosch Palau (1925-2015), Miguel Lluch Suñé (1922-2016), Julio Buchs (1926-1973), Alfonso Balcázar (1926-1993) o Pedro Luis Ramírez (1919-1993),entre otros.
Nada es para siempre y la llegada de los años setenta marcó el declive del wéstern, así como la preferencia del público por géneros como el policial o el thriller. Sin embargo y varias décadas después, la revitalización que supuso el estreno de obras como la digna Arma joven (Young Guns, Christopher Cain, 1988), la multipremiada Bailando con lobos (Dances with Wolves, Kevin Costner, 1990) y la definitiva Sin perdón (Unforgiven, Clint Eastwood, 1992) supuso una mirada retrospectiva a un capítulo indispensable de la Historia del Cine.
En nuestro país, exitosos directores contemporáneos como el vasco Álex de la Iglesia y el canario Mateo Gil reivindicaron al wéstern mediante sendas películas con aire de final de época, como son 800 balas (2002) y Blackthorn (2011), respectivamente.
Para concluir, acaso el homenaje más excelso al wéstern filmado en España que se haya producido jamás sea el excelente documental Desenterrando Sad Hill (Guillermo de Oliveira, 2017), que narra las peripecias de un grupo de idealistas —románticos y amantes del género— que decidieron desenterrar el ficticio cementerio de Sad Hill, utilizado durante la filmación de la ya mencionada El bueno, el feo y el malo (1966). Merced al esfuerzo de cientos de personas, la icónica locación ubicada en Santo Domingo de Silos (Burgos) recuperó la magia de antaño en lo que es, más que un canto al cine en general o al spaghetti western en particular, una celebración de la vida misma.
Escrito por Eduardo Fort (@EddieFort), estudiante de doctorado en Estudios Norteamericanos del Instituto Franklin de la Universidad de Alcalá. Licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid. Originario de Buenos Aires y apasionado de la cultura estadounidense en general y del cine, literatura y cultura popular en particular.