Hacerse trampas al solitario

JAG-Hispanidad-DA

Hace unas semanas leí un artículo donde se aseguraba que Estados Unidos ya se había convertido en la segunda nación del mundo -superando a Argentina y España, y solo por detrás de México- en número de hispanohablantes. El razonamiento para tal afirmación tenía que ver con el número de hispanos en aquella nación, que ya superaba la cifra de 60 millones, equiparando origen étnico y utilización/dominio del idioma. Tan vertiginoso incremento poblacional se debe, fundamentalmente, a dos factores: por una parte, la emigración, pues más allá de aspectos relativos a la legalidad, se estima que más de 1 millón de nuevos emigrantes que hablan español cruzan la frontera cada año; por otra al crecimiento vegetativo de la población hispana, muy superior a la de los blancos y afro-americanos.

Todo ello se traduce en un importante incremento porcentual de este segmento poblacional respecto al total de la población estadounidense que pasará, según estimaciones del US Census Bureau, de representar el 17,8% en el 2016 al 28% en el 2060.  Un reciente estudio del prestigioso Pew Research Center muestra que el 75% de personas adultas de origen hispano que viven en los Estados Unidos son capaces de mantener una conversación en español. Cifras muy similares a las presentadas por el Instituto Cervantes mediante Observatorio del Español en Harvard, si bien estos últimos señalan una disminución de 5 puntos –del 75% al 70%- de los hispanos que hablan español en el ámbito doméstico. En cualquier caso, ambos estudios aportan cifras muy similares en los distintos parámetros reflejados.

En repetidas ocasiones, tanto en este mismo espacio como en otros donde ha sido requerida mi presencia, he puesto de manifiesto una cierta preocupación por la euforia y grado de optimismo en la utilización política que se hace de los datos relativos al idioma español. Resulta innegable y es muy esperanzador reconocer que 3 de cada 4 hispanos adultos en Estados Unidos puede defenderse en el idioma de Cervantes, Rulfo, y Borges. Sin embargo, y más allá del error que supone equiparar origen étnico y utilización/dominio del idioma, conforme profundizamos en distintos guarismos de esos mismos estudios nos enfrentamos a otra realidad no tan optimista.

El impresionante porcentaje -ya sea 70 o 75%- se debe, fundamentalmente, al alto índice de hispanohablantes nacidos fuera de los Estados Unidos –es decir, su primera lengua fue el español- que alcanzan el 93%; sin embargo, ese porcentaje se desploma hasta un 57% cuando se trata de adultos hispanos que ya nacieron en la nación de los cowboys –palabra de origen español, dicho sea de paso-.

Otro dato tremendamente significativo tiene que ver con los jóvenes –siempre hispanos- y su fidelidad al idioma de sus padres. Los de segunda generación –es decir, nacidos en Estados Unidos de padres emigrantes- lo utilizan en un 69%, 2 de cada 3, lo que tampoco está mal; pero de nuevo el porcentaje se desploma en los de tercera generación –nacidos en Estados Unidos de padres nacidos en Estados Unidos- que cae hasta un preocupante 34%, 1 de cada 3.

Sin intención de ser exhaustivo, también llama la atención un porcentaje tremendamente preocupante para un filólogo como yo por su trascendencia a medio plazo: el relativo a la “calidad” del español que hablan aquellos que afirman utilizarlo. El 63% de todos ellos reconocen intercalar español e inglés de forma habitual en las conversaciones desarrolladas en español –no así con el español cuando la conversación se desarrolla en inglés-; es decir, más que español lo que hablan es el conocido “spanglish” o “engañol”, lo que imposibilita la comunicación con quienes no estén familiarizados con esa “modalidad” o carezcan de conocimientos de inglés.

Nos estaremos haciendo trampas al solitario si pensamos que la buena salud del español en los Estados Unidos la inmuniza contra cualquier pandemia. ¿Quién podía imaginar a finales del siglo pasado que se mancillaría la memoria de Fray Junípero Serra arrastrando sus estatuas como las de cualquier dictadorzuelo? ¿Quién podía imaginar a finales del siglo pasado que el Columbus Day, propuesto por el Presidente Harrison a finales del XIX, pasaría a llamarse “Día de los Pueblo Indígenas”?

Dos interrogantes pertinentes en una fecha tan significativa como la del 12 de octubre.

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