Ustedes ya sabrán que, por una resolución aprobada en 1788, en el último Congreso de la Confederación que estaba a punto de abandonarse como marco de gobierno de aquellos EE.UU. y dar paso a la Unión, la inauguración de un presidente estaba fijada en el 4 de marzo del año posterior a la elección.
Así que eso de inaugurar a un presidente el 20 de enero es una “modernez” de 1930. No se engañen: al poco de que la Constitución de la Unión entrara en vigor, ya se dieron cuenta que estar 4 meses con un gobierno o un congreso saliente y otro esperando a entrar, era algo, a falta de un término mejor, inconveniente.
Déjenme que se lo ponga de esta forma: un Estado amenazado no puede tener un interludio de poder que le muestre dubitativo o, lo que es peor, débil. Que, además, se alargue 4 meses, no ayuda.
Piensen que, en 1814, dentro del teatro americano de las Guerras Napoleónicas, los británicos seguían ambicionando las colonias, así que llegaron hasta Washington y lograron hacer arder la Casa Blanca, el Capitolio, el Astillero de la Armada… y eso que Madison llevaba ya 5 años como presidente y habiendo ganado la reelección. Imagínense que las decisiones tuvieran que tomarse, además, en una transición.
Pero, como las cosas van despacio, ya sea en un palacio o en un Capitolio, el cambio de fecha en la inauguración no llegó hasta 1930 (ni siquiera un siglo hace de eso) a través de la incorporación de la 20ª Enmienda a la Constitución. Es decir, el último presidente inaugurado un 4 marzo fue Hoover y el primero un 20 de enero fue Franklin Delano Roosevelt.
No me gusta la traducción que se da en español a lame duck, “pato cojo”. Cojo o no cojo, el pato puede volar y esto es algo que Joe Biden ha demostrado dos veces desde que Donald Trump ganó en noviembre: ha autorizado el uso por parte de Ucrania de armamento americano para atacar suelo ruso y ha indultado a su hijo Hunter.
La segunda es una decisión 100% arbitraria que no habla bien, en absoluto, de la capacidad de separar la responsabilidad de Estado del afecto.
Por supuesto que los presidentes tienen la potestad de indultar. Así lo recoge el artículo 2, sección II, cláusula 1 de la Constitución, artículo que incluye su reconocimiento como comandante en jefe, su capacidad de federalizar las milicias de los estados (hoy “Guardia Nacional”), la responsabilidad de los departamentos ejecutivos de informar al presidente y los perdones presidenciales.
El perdón “de Biden a Biden”, aparte de por las razones obvias, lleva aparejado el “drama” del momento en que se hace: en lame duck. Porque no crean que el presidente solo perdona al final del mandato, sino que perdona a lo largo de todo el mandato (Biden lleva ya 26 indultados, más uno masivo de 6.500 condenados por posesión de marihuana).
Es cierto que los últimos perdones antes de abandonar la Casa Blanca son los más simbólicos, excepción hecha cuando Ford perdonó a Nixon un mes después del inicio de sus dos años de presidencia, claro. El caso es que, siendo malignos (o sensatos), hemos de admitir que a Biden le salía más rentable dejar este perdón para cuando ya no tuviera nada que perder.
El perdón es una medida arbitraria, pero amortiguada en la medida en la que haya informes que refuten que el perdón será aprovechado por el indultado como lo que es, una medida de gracia. De no haberlos, la medida pasa a ser caprichosa. Aquí es donde, de nuevo, se mide la responsabilidad del gobernante frente al margen que deja la ley.
Soy un firme defensor de que un Estado envidiable se logra con menos normas y mayor responsabilidad, empezando, claro, por sus gobernantes.
Que una ley tenga un vacío que te permita sacar los pies del tiesto, no implica que, como político responsable, puedas hacerlo. Que no haya una ley que te obligue a rendir cuentas, no te exime de que, como gobernante responsable, debas hacerlo de forma proactiva. Una menor regulación frente a una mayor responsabilidad es un ideal democrático. Por eso tampoco creo que ir a votar deba ser obligatorio, sino que forma parte del compromiso de los ciudadanos.
Así que el perdón de Biden a su hijo, por muy “hijo-prodiguista” que pueda parecer, cae más del lado de lo caprichoso que de lo responsable porque, como presidente, debería tener en consideración los motivos por los cuales el procedimiento judicial y los tribunales han llevado a Hunter Biden a una situación que solo ha podido deshacer su padre en sus últimos días como presidente.
Esto nos lleva a la segunda decisión controvertida, que es la de Ucrania. Me parece más una reacción del presidente saliente ante el miedo de un acuerdo entre este país y Rusia en el que Trump actúe como mediador. Por lo tanto, no tiene pinta de ser una medida consensuada con la administración entrante el 20 de enero. Puede que informada, pero no consultada y, desde luego, no compartida.
Es como si Biden le hubiera recomendado a Zelensky aquel principio relatado por Von Clausewitz por el cual, conquistar en guerra más territorio que el ambicionado, permite un reparto más satisfactorio en las negociaciones para cesar en el conflicto. En este caso daría igual con qué armamento se haga.
Esta actitud contrasta con, por ejemplo, lo ocurrido en septiembre de 2008, cuando George W. Bush, en el precipicio de la crisis, convocó a los líderes del Congreso, Senado, Gobierno Federal, reguladores y a los dos candidatos a las elecciones (Obama y McCain) para hablar sobre lo que se venía de frente a gran velocidad. La reunión no fue ningún éxito (“gracias” a McCain), pero el presidente cumplió con su responsabilidad incluso antes de entrar en lame duck. Cumplió antes de lo necesario, no ante el Legislativo, no ante el futuro Ejecutivo, sino ante la Unión.
Trump se fue con algo más que cajas destempladas de la Casa Blanca en 2021 y Joe Biden se está mostrando bastante pasivo-agresivo en su salida de 2025. Parece ser que la escalada de polarización va más allá de las elecciones y hoy se hace bueno el “morir matando”.
Atrás, muy atrás, quedó la protección de la institución por encima de la zancadilla al contrario y, qué duda cabe, que Biden ha tenido los últimos 4 años a mucha gente en contra: a los republicanos, a Trump, a los demócratas y hasta a sí mismo.
Escrito por Enrique Cocero, consultor político en gabinetes de gobierno y en campañas electorales en EE.UU. y España. Comenzó su carrera profesional trabajando en una consultora analizando datos y los datos le llevaron a la política.