Los Estados Unidos de América se fundaron sobre los valores de la democracia y la libertad. Con la caída del Muro de Berlín en 1989 y el fin de la Guerra Fría, esos valores se presumieron de alcance universal y se llegó a considerar que, dentro de ese paradigma liberal, la expansión de la democracia —y, por extensión, de los derechos humanos— supondría el “fin de la Historia” (en palabras de Fukuyama), con ese ideal kantiano de que “las democracias no se hacen la guerra entre ellas”.
Casi 35 años después de estas premisas y, tras el momento unipolar estadounidense del que seguimos desperezándonos desde la crisis del año 2008, nos encontramos en un sistema en transición gramsciano, donde lo viejo (EE.UU.) no acaba de irse y lo nuevo (¿China? ¿el Sur Global?) no acaba de llegar.
El intento de exportar la democracia liberal a diversos rincones del mundo ha tenido un éxito dispar y, si observamos los esfuerzos realizados en determinadas partes del planeta como Afganistán o el mundo árabe, pareciera que nos encontrásemos ante irreductibles aldeas galas que resisten al Imperio.
En este sentido, Estados Unidos ha tenido ciertas incoherencias en su política exterior que no le han permitido ser percibido como un actor creíble en la promoción de la democracia y los derechos humanos. Paradojas que se reflejan en cuestiones controvertidas como la Global War on Terrorism tras el 11 de septiembre de 2001; las detenciones de “combatientes enemigos ilegales” en Guantánamo; la desigual reacción respecto a algunas de las mal denominadas “primaveras árabes” o sus relaciones bilaterales con determinados regímenes autoritarios.
A nivel interno, nos encontramos con cierto deterioro de las instituciones democráticas, el ascenso del populismo en todo el espectro ideológico y la aparición de partidos antisistema, la polarización de la sociedad y, fundamentalmente, la irrupción de la desinformación y la posverdad, cuestiones estas que se producen también en las sociedades europeas, inquietante mal que asola a las democracias liberales “posmodernas”.
Este momento de polaridad compleja en el que ninguna potencia es capaz de aglutinar todas las preeminencias, supone un momento de catarsis para Occidente y para sus valores y modos de vida. Occidente se sigue moviendo en las lógicas del “jardín” europeo y el resto de “la jungla” mundial, según la poco feliz expresión de Borrell. La clase política parece no advertir que se ha producido un cambio de paradigma, con la penetración de nuevos actores sistémicos como China y Rusia, así como otras potencias medias y actores no estatales, cuyo fin último es el socavamiento de los sistemas democráticos. Junto a estos cambios, la pérdida de capacidad económica unida a la irrelevancia de su peso demográfico, obligará a Occidente a adaptarse a una nueva realidad.
El COVID-19 no hizo más que acelerar esta situación de debilitamiento democrático y así asistimos a un recorte de derechos sin precedentes en las sociedades occidentales. Nos referimos a libertades presuntamente consolidadas como la de movimiento, tránsito, o reunión, a las que renunciamos sumisamente por un bien común ulterior: la seguridad sanitaria. Durante lo más duro de la pandemia en pleno año 2020, se aplaudían conductas despóticas llevadas a cabo en regímenes autoritarios. Paradójicamente, las sociedades libres basadas en sistemas democráticos y la defensa de los derechos humanos son las preferidas por la población mundial en un 84,4%, según la Encuesta Mundial de Valores (2017-2022).
El retroceso a nivel global de la democracia presenta varios escenarios. A nivel internacional, el deterioro de las normas de convivencia globales refrendadas en la Carta de las Naciones Unidas en 1945, la invasión rusa de Ucrania o los golpes de estado en el continente africano (precisamente auspiciados por intereses extranjeros que, en última instancia, buscan la inestabilidad en “el patio trasero de Europa”) con el incremento de amenazas como el terrorismo, la criminalidad organizada y el fortalecimiento de las redes de migración irregular. El otro escenario es el resquebrajamiento interno de las costuras constitucionales a través de un lento pero progresivo debilitamiento de instituciones como el sistema jurídico o los medios de comunicación.
Esta situación por la que atraviesan las sociedades occidentales se refleja en el pueblo estadounidense donde, por primera vez en su Historia moderna, un 71% de los votantes consideran que la democracia está en riesgo. Así, episodios como el asalto al Capitolio en 2021, o el recién anunciado impeachment contra el presidente Biden —quien, a su vez, no cesa de cometer errores y lapsus impropios en el mandatario del país con el primer arsenal nuclear del mundo— coadyuvan a que el pueblo estadounidense se pregunte si la democracia más antigua del mundo está en peligro o se vea atrapada por lo que Jean-François Revel llamó “la tentación totalitaria”.
¿Habría podido entender Alexis de Tocqueville que Estados Unidos sufriese un retroceso en su idea del “progreso irresistible de la democracia”?
Escrito por Raquel Barras Tejudo, doctora en Seguridad Internacional y Relaciones Internacionales por el Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado; European Master ‘s Degree on Human Rights and Democratisation por el European Inter-University Center; Politóloga (UCM). Miembro del Grupo de Investigación UNISCI y del Centro de Seguridad Internacional (UFV). Ha completado programas de postgrado en el IESE Business School y Georgetown University. Sus principales áreas de investigación son la seguridad internacional con especial atención al espacio Mediterráneo ampliado, Norte de África, Sahel, África Occidental; así como los aspectos de la seguridad relacionados con el crimen organizado, terrorismo, cambio climático, demografía y movimientos migratorios. Ha trabajado como asesora en el Congreso de los Diputados, en Presidencia del Gobierno de España, en el Departamento de Seguridad Nacional y, actualmente, en la Comunidad de Madrid.