La legendaria final de la Liga Nacional de Fútbol Americano ha terminado por convertirse en el mayor foro para la cultura de masas de Estados Unidos, donde la experiencia compartida de los anuncios y el espectáculo de medio tiempo resultan casi más importantes que el juego.
Si Alexis de Tocqueville hubiera podido volver a viajar por América, este domingo 7 de febrero -entre los caucus de Iowa y las primarias de New Hampshire- seguramente que se las habría ingeniado para asistir a la edición número 50 de la Super Bowl. El gran analista de la democracia americana no hubiera querido perderse la final que enfrentará a los Broncos de Denver contra los Panthers de Carolina en el Levi’s Stadium de Santa Clara (California). Y no precisamente por el interés que le pudiera inspirar la Liga Nacional de Fútbol Americano sino porque ese big game ha terminado por convertirse en el mayor foro para la cultura de masas de Estados Unidos.
En un país donde lo superlativo es equivalente a lo mínimo, la Super Bowl -o el Súper Tazón como dicen algunos hispanos- ha adquirido a lo largo de su medio siglo de historia una trascendencia que va mucho más allá del football. Al final, se trata de una experiencia televisada que se comparte incluso con mayor intensidad que Thanksgiving o el 4 de julio. Los anuncios y el espectáculo del descanso, en la práctica, resultan casi más relevantes que lo que ocurra en el terreno de juego. Además de formar parte muy destacada de la economía nacional y servir como canalización a todas las preocupaciones y polémicas del momento.
Difícil de olvidar fue la edición XXXVIII celebrada en 2004. La Super Bowl de Houston es recordada más que por cuestiones deportivas por el halftime show en el que un seno de Janet Jackson salió al aire durante medio segundo. El incidente del nipplegate, parte de una coreografiada actuación con Justin Timberlake, fue descrito como un inocente «mal funcionamiento de vestuario», pero generó tal controversia sobre la indecencia en el sector audiovisual que la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC) aplicó a la cadena CBS una multa record de 550.000 dólares. Sanción peleada en los tribunales federales y finalmente suspendida.
Desde el 11-S, la Super Bowl además de ágora escandalosa también sirve como termómetro a las inseguridades de Estados Unidos. El miedo a un masivo atentado y la inseguridad vinculada a conflictos internacionales se puede medir en cada edición por la intensidad del despliegue de seguridad que rodea a ese evento deportivo. Sin olvidar, por supuesto, todas las connotaciones patrióticas que arrancan con la obligada interpretación del himno nacional, este año a cargo de Lady Gaga.
Si las audiencias en Estados Unidos -alentadas por canales de pago y contenidos online– están sometidas a la fragmentación y los nichos, la Super Bowl es un oasis de convergencia televisiva. Para hacerse una idea, la retrasmisión en abierto ofrecida el año pasado por la CBS congregó una audiencia de 114 millones de televidentes. Lo que convierte al big game en una oportunidad única para lanzar mensajes publicitarios al mayor número posible de consumidores.
Con esos ratings, el mercado publicitario se vuelve loco. Para esta edición de la Super Bowl, la cotización del anuncio de treinta segundos alcanza una media de 5 millones de dólares. Tarifas que según el Wall Street Journal suponen un incremento acumulado del 75 por ciento durante la última década. En términos comparativos, una campaña a toda pastilla en la home page de YouTube puede costar medio millón de dólares diarios.
Esta diferencia de precio se explica porque los anuncios televisivos de la Super Bowl, además de enormes audiencias en directo, generan bastante publicidad gratuita adicional y una larga vida online. Al día siguiente del partido, los comentarios se centran más en los mejores anuncios que en las mejores jugadas y el tráfico en Internet se multiplica con las recopilaciones de los mejores spots, donde no faltan las celebridades del momento o clásicos como los caballos clydesdales de las cervezas Budweiser.
Por supuesto, la intensa política de Estados Unidos también tiende a colarse en la Super Bowl. No hay que olvidar que los tres últimos ocupantes republicanos de la Casa Blanca no tuvieron reparos en hacer de cheerleaders en sus años mozos, que algunos presidentes han llegado a predecir resultados o el temor a que la victoria de un determinado equipo pudiera incluso mermar la participación en las primarias de New Hampshire.
La Super Bowl es también una oportunidad perfecta para que los políticos reconecten con sus votantes en un año electoral malo para establishment. Una vez, el rompedor Hunter S. Thompson llegó a invertir más de una hora en una especie de tertulia deportiva con Richard Nixon. Su conclusión: «Mas allá de lo que se pueda decir sobre Nixon -y todavía hay serias dudas en mi mente de que pudiera pasar por humano- es un puñetero fanático integral de todas las facetas del football profesional».