La representación de Julio César en el Central Park de Nueva York, adaptada a la era Trump, se convierte en la gran bronca veraniega entre la cultura y la política de Estados Unidos.
El gran emperador romano luce un corbatón rojo y tupé “amarillo pollo”. La mujer del César habla con acento esloveno. Y, por supuesto, el decorado de la obra incluye una bañera de oro. Al texto original, solamente se le han añadido tres palabras (on Fifth Avenue): “Si César hubiera apuñalado a sus madres en la Quinta Avenida, ellos hubieran hecho lo mismo”.
Se trata de la adaptación a los tiempos más actuales del Julius Caesar de William Shakespeare que este mes se está representando en el Central Park de Nueva York. La idea surgida en la década de los sesenta no es otra que divulgar cada año al Cervantes de Inglaterra con funciones gratuitas en el corazón de Manhattan, aprovechando la puesta de sol que hace posible ganarle la batalla al calor húmedo estival que cocina la Gran Manzana.
Sin embargo, en la era Trump, la sobrecargada temperatura de la vida pública americana no concede un poco de alivio ni tan si quiera en verano. Y el Julio César de Central Park se ha convertido en la gran bronca dentro de la siempre complicada intersección entre cultura y política. Como es sabido, la tragedia de Shakespeare –en honor a su género y a la historia– acaba mal, muy mal. Y todo el mundo parece estar encontrando en este clásico teatral del Bardo exactamente lo que quieren y lo que no quieren ver.
Entre la comunicación y la propaganda, medios que han apostado por Trump no han dudado en denunciar que la obra representada en Nueva York es una peligrosa apología del magnicidio. Breitbart, de obligada lectura para entender la toxicidad del trumpismo, ha titulado “Trump, apuñalado hasta morir en una representación de Julius Caesar”. Y según Fox News, “obra de teatro en NYC parece representar el asesinato de Trump”.
El hijo de Trump, Donald junior, también ha twitteado quejándose de lo que considera otro agravio perpetrado por la élite cultural de Estados Unidos contra su padre. El joven ha sido especialmente hábil al atacar por el flanco de la financiación del proyecto cultural Shakespeare in the Park: “Me pregunto qué tanto de este ‘arte’ está financiado por contribuyentes. Pregunta seria, ¿cuándo el ‘arte’ se vuelve discurso político & cambia eso las cosas?”.
De hecho, grandes empresas patrocinadoras como Bank of America y Delta Air Lines han cedido a la presión retirando las ayudas que habían facilitado para esta producción de la compañía Public Theater. Sin olvidar en este contexto que el presidente Trump ha propuesto la eliminación del National Endowment for the Arts, con su raquítico presupuesto público de 148 millones de dólares de los cuales ni un centavo han ayudado a subvencionar esta representación.
Oskar Eustis, director de este amenazado Julius Caesar, ha tenido que hacer un incómodo esfuerzo de pedagogía insistiendo en que la obra de William Shakespeare es una advertencia tanto sobre el peligro de la autocracia como sobre la respuesta ante tales amenazas. Esta tragedia, según Eustis, no defiende la violencia sino todo lo contrario: “Aquellos que intentan defender la democracia por métodos no democráticos pagan un costo terrible y destruyen su República”. Con la advertencia fundamental de que “luchar contra el tirano no implica imitarlo”.
Desde su estreno a finales del siglo XVI, Julius Caesar ha sido siempre una épica reflexión sobre el abuso de poder, la amenaza autoritaria a las instituciones y la violencia política. Sin olvidar la conclusión histórica de que el asesinato del emperador no sirvió más que para provocar conflictos adicionales a la Roma clásica de S.P.Q.R. Entre los actores que han llevado a escena esta tragedia figuran desde el mediocre John Wilkes Booth, el asesino en la vida real del presidente Lincoln, hasta un soberbio Denzel Washington.
En sus cuatro siglos de historia, Julius Caesar se ha prestado a ser adaptada a las circunstancias del momento. Por ejemplo, Orson Welles en 1937 vistió a sus personajes en uniformes fascistas y se empeñó en que el emperador romano tuviera un gran parecido con Benito Mussolini. En una producción realizada en 2015, la Trinity Reportory Company llegó hasta el extremo de convertir a Julio César en una mujer que recordaba bastante a Hillary Clinton.
Como ha explicado Michael Kahn, director de la Shakespeare Theatre Company de Washington D.C., cada temporada es imposible evitar paralelismos entre los personajes de Shakespeare –ávidos de poder, corruptos, torturados por la angustia– y los protagonistas del teatro político en Estados Unidos. Según la experiencia de Kahn en la capital federal, Shakespeare es así de sugerente: “Cada vez que representamos Richard III siempre parece que lo estamos haciendo por un político en particular”.
De hecho, durante el ciclo electoral que ha convertido a Trump en presidente de Estados Unidos, Shakespeare ha sido una herramienta bastante socorrida para explicar esta apabullante saga política. Con diferencia, Trump ha sido el que más fértiles comparaciones ha generado, desde Ricardo III al rey Lear. Mientras que el vicepresidente Joe Biden ha sido etiquetado como un dubitativo Hamlet y los más críticos hacia Hillary Clinton la han identificado como la verdadera Lady Macbeth de la política americana. En su día, George W. Bush también parecía recordar a Enrique V. Aunque el presidente más shakespiriano de todos debe ser Richard Nixon.