Las esperanzas de que internet fuera el germen de cambios duraderos en nuestro sistema parecen ya cosa del pasado. Como señalaba en 2013 César Rendueles, las dinámicas colaborativas surgidas espontáneamente en las redes no han dado lugar a una transformación similar de las estructuras sociales. Entre las revoluciones de los últimos años —de El Cairo a Kiev—, aquellas que han conquistado el poder no lo han hecho solo mediante campañas online, sino que han necesitado recurrir a tácticas tan antiguas como la ocupación de espacios públicos o los enfrentamientos armados. A su vez, las herramientas digitales que popularizaron los movimientos sociales y la “nueva política” han sido hoy incorporadas a las estrategias de marketing de los partidos tradicionales, instituciones o empresas.
Internet tampoco ha alterado sustancialmente las relaciones entre países, sino que se ha limitado a crear un nuevo terreno al que trasladar sus dinámicas de competición o cooperación. No obstante, la política exterior en el mundo virtual presenta dos importantes diferencias respecto del físico: la dificultad de identificar a los responsables de cualquier acción —sea del tipo que sea— y el menor desarrollo normativo, sin las restricciones que afectan a la diplomacia o la guerra convencionales. Ejemplo de ello son ciberataques como el virus Stuxnet contra el programa nuclear iraní —atribuido a EEUU e Israel— o el DDoS (Distributed Denial of Service Attack) lanzado por Rusia contra Estonia.
Para las democracias liberales, internet ha generado tanto oportunidades como riesgos: si bien ha aumentado indudablemente el pluralismo informativo, los mecanismos de censura han crecido de forma paralela. La red sirve también de altavoz a movimientos xenófobos, bandas criminales, grupos terroristas o servicios de inteligencia, que la utilizan para sus propios fines. Todo esto ha dado lugar a una creciente desconfianza hacia el ciberespacio, como fuente de vulnerabilidad; lo que se ve reflejado en la última revisión de la Estrategia de Seguridad Nacional española.
Sin embargo, la excesiva tendencia a securitizar estos desafíos —es decir, considerarlos por defecto como amenazas, en especial de tipo militar—, puede llevarnos a emplear conceptos inadecuados para comprenderlos. Así, parece algo forzado considerar “injerencia en nuestros asuntos internos” las críticas de ciertos medios extranjeros a la gestión de la crisis con Cataluña, ya que no se han visto acompañadas de un apoyo ni reconocimiento oficial del referéndum separatista por parte de sus respectivos gobiernos. Tampoco deberíamos calificar de “ataques” o “guerra” —aunque sea con el prefijo “ciber”— las difamaciones o fake news; si proceden de un actor estatal, se trata más bien de propaganda o desinformación.
Estas “operaciones de influencia” se mueven en una ambigua zona gris, donde habría que distinguir ante todo las que sirven de apoyo a un conflicto armado —como las noticias de medios rusos sobre Ucrania o Siria— de aquellas donde no existe intervención sobre el terreno, más allá de los efectos que puedan tener dichos mensajes en la opinión pública. A diferencia de la mera propaganda, el presunto hackeo de los ordenadores del Partido Demócrata estadounidense para obtener información comprometedora sí sería un ejemplo de ciberataque; lo cual no significa, naturalmente, que fuera esa la causa principal de su derrota ante Trump.
Que sea Rusia quien esté usando cada vez más estos instrumentos no está exento de ironía. Putin, desde su mentalidad de antiguo oficial de contrainteligencia, consideraba inicialmente internet como un vehículo para la influencia “subversiva” de EEUU, que debía ser vigilado y controlado para preservar la estabilidad del régimen. Ya en la Doctrina de Seguridad de la Información de 2000 se mencionaba como amenaza el dominio del “espacio mundial de la información” por parte de otros países, y la vulnerabilidad de Rusia ante posibles ataques informáticos. La creación de medios dirigidos al público global, como RT o Sputnik, obedeció precisamente a ese temor de Moscú a perder la competición con Occidente en el terreno de la construcción digital del relato.
¿Qué hacer ante acciones desestabilizadoras como las que hemos descrito? En un Estado democrático, la respuesta debe ser proporcional a los medios empleados por el adversario, el contexto político o militar del enfrentamiento y el impacto real causado en nuestra población, que no puede evaluarse mediante un simple recuento de tuits o interacciones. Sobredimensionar la capacidad de influencia de Rusia contribuye, precisamente, a otorgarle el peso internacional que busca; además de crear un clima de hostilidad y sospecha hacia todo tipo de voces críticas, en el que la libertad de expresión puede ser la primera víctima.