Cada 27 de enero se vuelve a abrir su puerta, una de las más famosas del mundo, la del campo de concentración de Auschwitz I. Se trata de una puerta física, pero también una puerta mental que encierra dudas e incógnitas, errores y una profunda confusión. Por su significado y por lo que ocultó en su momento, por la leyenda que la preside y porque nadie nunca debe olvidar lo que allí ocurrió, es importante que la palabra escrita y hablada no se quede corta a la hora de denunciar situaciones de tal calibre.
En el estudio previo a mi tesis doctoral, “La prensa norteamericana ante el holocausto: testigo o cómplice”, tuve la oportunidad de leer una y otra vez artículos y cartas publicadas en prensa de primer nivel como The New York Times, y así comprobar cómo desde 1941 y hasta casi la víspera de la liberación de Auschwitz por el ejército rojo nunca ningún diario norteamericano supo dilucidar la verdadera naturaleza de los campos de concentración. Esto nos debe hacer reflexionar profundamente sobre la importancia de la palabra, de la construcción del discurso sobre la información contrastada y las consecuencias de la ausencia de él.
Entre el 20 de enero de 1942 y el 27 de enero de 1945, fecha de la liberación del campo de Auschwitz, The New York Times publicó cuarenta y dos noticias que contenían los términos “extermination” y “Jew” relacionadas entre sí.
No fueron suficientes noticias, porque desde la primera información que se publicó con las palabras clave citadas anteriormente, el 4 de febrero de 1942 con el titular “Our Own Fifth Column Urged. Refugees from Germany Recommended for Propaganda Work”, hasta que finalmente se liberó Auschwitz, pasaron algo más de tres años. Tres años y cuarenta y dos noticias sobre exterminio judío no son suficientes para denunciar el mayor crimen contra la humanidad cometido hasta el momento.
Se estima que en Auschwitz fueron asesinadas cerca de un millón cien mil personas. Son las víctimas silenciosas de un escenario de no-conflicto. Cabe recordar que la guerra, el conflicto armado declarado, era otro: la Segunda Guerra Mundial. Las miradas estaban fijas en esa contienda declarada. Esta ‘otra guerra’ la libraba la Alemania de Hitler contra el pueblo judío sin más testigos que una Europa atónita, una Norteamérica ciega y unos judíos que llegaron a asumir su destino fatal.
Nada ni nadie convirtió a Estados Unidos en árbitro oficial de los hechos ocurridos en Europa desde que Adolf Hitler se hizo conceder poderes extraordinarios el 27 de febrero de 1933, una vez incendiado el Reichstag, pero las cifras nos dan la clave. La Enciclopedia del Holocausto del USHMM de Washington recuerda en su artículo “Refugiados judíos alemanes 1933-1939”, que Estados Unidos fue uno de los principales países receptores de emigrantes judíos desde que, en 1933 y hasta octubre de 1941, el gobierno alemán alentara oficialmente la emigración judía. En septiembre de 1939 aproximadamente 282 000 judíos se habían ido de Alemania, y 117 000 de la anexada Austria. De todos ellos, unos 95 000 emigraron a los Estados Unidos, 60 000 a Palestina, 40 000 a Gran Bretaña y unos 75 000 a América Central y del Sur, especialmente a Argentina, Brasil, Chile y Bolivia.
No existe ningún documento oficial ni ley internacional que atribuya a un país el papel de árbitro político en una contienda por el hecho de recibir mayor cantidad de huidos o refugiados de un país en conflicto, pero sí existe un deber moral, por parte de quienes informaron de aquel fenómeno desde EE.UU., de indagar sobre lo que ocurría en la otra parte del océano.
Historias personales, cartas y gritos de auxilio que incrementan su crudeza y su intensidad con el paso del tiempo empiezan a publicarse en destacados diarios norteamericanos en 1942 como elocuentes esbozos de que algo estaba ocurriendo. Es a partir de 1943 cuando los artículos incluyen por fin la expresión “mass murders” para dar nombre a algo nuevo que ocurría paralelamente a la guerra, fuera del campo de batalla, lejos de la mirada de la comunidad internacional, y que constituía un crimen contra la humanidad.
Los campos de concentración y el sistematismo con el que se llevó a cabo en ellos el exterminio de la comunidad judía jamás alcanzaron los diarios en toda su extensión. Historias sueltas, titulares y testimonios en páginas traseras constituyen la tímida huella en la prensa norteamericana de un crimen que no se supo ver y, por lo tanto, no se pudo parar a tiempo.
La decisión que motivó un silencio informativo sobre el Holocausto se encuentra, en muchas ocasiones, oculta tras una conversación en un despacho o en lo más profundo de la mente de un editor, plagado de miedos e incertidumbres. La única certeza cada 27 de enero es que aquella puerta que se abre en Auschwitz dejó al descubierto una atrocidad que nunca ninguna potencia internacional debe volver a silenciar.