El tráfico de drogas, con su repercusión en la salud, economía, política exterior, inmigración, y el sistema legal norteamericano, es un tema permanentemente de actualidad que encuentra su expresión en cine y en ficción televisiva. Resulta habitual que en estas ficciones la entrada y distribución de drogas que llegan a los EE.UU. se trate como algo externo, que proviene de la frontera sur de la nación. Sin embargo, la serie de la que hablaremos hoy, Breaking Bad (Vince Gilligan, 2013-2018), sigue un esquema no muy distinto al desarrollo de la figura de Pablo Escobar en Narcos (2015-2017), narrando la ascensión (primero como pequeño productor, luego como auténtico “señor de la droga”) de Walter White, un profesor de instituto de clase media-baja, apocado, volcado en su familia, humillado por el sistema, que llegará, en las cinco temporadas de la serie, a ser completamente transformado en el temido Heisenberg.
En la mezcla de comedia, drama costumbrista, western y thriller de Breaking Bad, que se permite también guiños al gótico y a la tragedia clásica, el espectador asiste al ascenso de White, que utiliza sus conocimientos científicos, infrautilizados en una carrera docente que no le satisface y que incluso desprecia, para crear un imperio de tráfico de drogas. Sin embargo, esa transformación tiene un alto precio: como en textos clásicos que utilizan la figura del doppelgänger, el contacto con lo perverso necesariamente pervierte, y según White explora su lado oscuro (el misterioso Heisenberg). Esta parte de su personalidad acabará destrozando su vida familiar, social y laboral.
El creador de la serie, Vince Gilligan, ha señalado que su intención era que a lo largo de la serie Walter White se convirtiera “de Mr. Chips a Scarface”, es decir, narrar la transformación de un apacible profesor en alguien tan temido como Tony Montana. Con cada episodio, White/Heisenberg gana en implacabilidad, mientras el espectador, menos empático pero más fascinado, trata de comprender sus sentimientos ambivalentes respecto al personaje: este cambio, no solo del protagonista sino de la propia actitud del espectador, es lo que articula la serie. La evolución desde las primeras temporadas se refleja en un progresivo cambio de personalidad de White, pero la transformación también es física: el vestuario de colores neutros de White, su ridículo bigote y su postura (permanentemente encorvado, con una permanente sonrisa sumisa de disculpa) hacen impensable que tras él pueda esconderse el temido Heisenberg, reconocible por su gesto inescrutable, sus ropas oscuras y su icónico sombrero negro.
Pudiera parecer que White inicia su transformación en Heisenberg no impulsado por una ambición personal, sino debido a la desatención que las clases medias-bajas han recibido en los EE.UU. White tiene que compaginar su trabajo en el instituto con otro trabajo en un lavadero de coches para poder llegar a fin de mes, y cuando recibe la noticia de su cáncer de pulmón, no confía en que el propio sistema sea capaz de mantener a su familia, lo que le lleva a entrar en el mundo de la manufactura y venta de droga. Pero, más allá de la crítica social a esta situación de la clase media, existe también en la transformación de White un uso perverso de características del mito americano del hombre hecho a sí mismo: trabajo duro, ingenio, inteligencia, auto-exigencia, hipercompetitividad, y un perfeccionismo que roza la obsesión (White pasa los 45 minutos que dura el décimo episodio de la tercera temporada, “Fly”, intentando matar a una mosca que ha entrado en su laboratorio). Es decir, White no es transformado por circunstancias externas, sino que se descubre, descubre el lado oscuro que había ignorado al ser doblegado por la sociedad capitalista. Es el resentimiento, cocido a fuego lento durante años, producido por el fracaso del sueño americano, hecho pedazos, el entierro de su potencial intelectual (tirado por la borda, por su propia inseguridad, al malvender sus acciones en Grey Matter Technologies, algo que en su soberbia White reelabora como un engaño de sus colegas) en un trabajo vocacional por el que White no siente ninguna vocación. Es el resentimiento por parte de White de saber que él podría ser un genio millonario, y que su contexto le ha impedido llegar a serlo transformándole en una sombra de sus auténticas posibilidades. Siguiendo la metáfora de la serie, aunque el catalizador sea el cáncer (y la inseguridad respecto a su propia situación y la de su familia), todos los elementos para transformar al pacífico White en el monstruoso Heisenberg ya estaban presentes en él mismo, como confiesa a su mujer en el episodio quince de la quinta temporada: “I did it for me. I liked it. I was good at it. And I was really—I was alive”.
La serie comienza como una comedia con White como su patético protagonista: en calzoncillos en mitad del desierto, completamente superado por una situación ridícula. Pero paulatinamente se convierte en algo bien distinto: en una tragedia dominada por un personaje con el que el espectador se identificaba, perdonando sus coqueteos con la ilegalidad y sus deslices morales por creer que sus motivaciones eran encomiables, pero que se ha oscurecido de tal manera que ya no se pueden celebrar ni justificar sus decisiones, que habitan en lo más profundo de la ilegalidad y eluden cualquier intento de justificación moral. White pasa de ser el protagonista a ser antagonista del propio sistema y de un personaje secundario que en principio resultaba un tanto ridículo (su cuñado, Hank), pero que es, posiblemente, el auténtico héroe de Breaking Bad: poco puede hacer, sin embargo, ante el implacable Heisenberg y sus maquinaciones.
Breaking Bad adopta ciertos estereotipos respecto al tráfico de drogas y las estructuras que lo sustentan en EE.UU., representando la ascensión de un norteamericano blanco entre los distintos cárteles de droga, dominados por mexicanos y colombianos. La serie sugiere que el enemigo realmente peligroso puede estar ya en casa, y que valores que se encuentran en la raíz de la identidad norteamericana pueden ser los que favorezcan el tráfico de droga a gran escala. Los sucesivos cárteles y señores de la droga que van siendo eliminados por Heisenberg son casi todos latinos, y es la implacabilidad e inteligencia reposada de White (unido al carácter mítico de Heisenberg, cuyo verdadero nombre nadie conoce) la que hace que termine imponiéndose a todos ellos: Tuco Salamanca, Don Eladio Vuente, Krazy-8 Molina, Juan Bolsa, Lydia Rodarte-Quayle, e incluso Tortuga (Danny Trejo) terminarán siendo eliminados, si no directamente por White/Heisenberg, sí a través de su capacidad para manipular y enfrentar a sus enemigos.
Tiene mucho de simbólico el que White, ya completamente convertido en Heisenberg, acabe muriendo no a manos de ninguno de estos narcotraficantes latinos, sino debido a una trampa preparada por él mismo para salvar a su ayudante de una banda de supremacistas blancos, de la que forma parte el también aparentemente anodino y bonachón Todd Alquist. El temible Heisenberg no podía ser derrotado ni por otros traficantes ni por la enfermedad, solo por su propio ingenio. Sin embargo, en los últimos momentos de la serie, el personaje no se redime, sino que muere admirando su propio laboratorio, el que le permitió crear un imperio en la sombra: su transformación en villano es tan completa, su alejamiento de sus motivaciones originales y de su familia es tal, que ya no hay Walter White, solo queda Heisenberg.
Escrito por Carmen Méndez García, profesora de la Universidad Complutense de Madrid y coordinadora del Máster en Estudios Norteamericanos (conjunto UAH-UCM). Miembro del proyecto “Troubling Houses: Dwellings, Materiality, and the Self in American Literature (Ref. FFI2017-82692-P), plan Nacional de I+D+i, Ministerio de Ciencia e Innovación, 2018-2020. Sus líneas de investigación giran en torno a la ficción contemporánea de los EE.UU. (s. XX y XXI); estudios de género; la contracultura en los EE.UU., y la literatura de minorías en los EE.UU.