El presidente más longevo en la historia de Estados Unidos se llama Jimmy Carter y tiene 99 años. Con una mala salud de hierro, hace meses salía del hospital y empezaba a recibir cuidados paliativos en casa. Su familia esperaba un fatal desenlace en cuestión de días, pero contra todo pronóstico este duro agricultor de cacahuetes y blando presidente demócrata ha logrado el privilegio de asistir en vida a su propio funeral. En su largo adiós, incluso retiene el ánimo suficiente como para seguir saboreando helados (su preferido es el de peanut butter) y disfrutar con los éxitos de los Braves de Atlanta (su equipo favorito de béisbol).
Jimmy Carter dejó la Casa Blanca en 1981 por decisión de los votantes que decidieron otorgarle un único mandato presidencial, confiando la responsabilidad presidencial a Ronald Reagan. Desde entonces, el político santurrón ha dedicado su vida a transformar y mejorar su legado, pero desde puestos con más honor que responsabilidad. Ejemplo que contrasta con la gerontocracia que en estos momentos compite en Washington por mantenerse en el poder hasta el final.
A pesar de las acusaciones de edadismo –discriminación por razón de edad–, Estados Unidos se encuentra en mitad de un gran debate sobre la caducidad de sus principales líderes políticos. Las encuestas confirman el temor a que el gigante americano se esté convirtiendo en una tambaleante democracia encabezada por ancianos. No ayuda que las próximas elecciones presidenciales puedan ser disputadas por un tambaleante Joe Biden, que cumplirá 81 años en noviembre, y Donald Trump con una sorprendente vitalidad para el mal a sus 77 años.
A la hora de ocupar el despacho oval, el sistema político de Estados Unidos siempre ha favorecido la senectud. Desde tiempos de George Washington, la Constitución establece tres cualificaciones para la Presidencia: ser ciudadano “natural” y no naturalizado; 14 años de residencia en territorio americano; y una edad mínima de 35 años. Cuanto toca explicar en clase estos requisitos, de un tiempo a esta parte, mis brillantes alumnos suelen preguntar si no debería también existir un tope máximo en cuanto a la edad permisible para ocupar la Casa Blanca.
Todas estas exigencias están vinculados a la paranoia de una república tan nueva como débil nacida de una guerra colonial. Pero la exigencia de 35 años también refleja un cierto prejuicio por parte de los Founders & Framers contra la excesiva juventud, incluidos los 30 años exigidos años para el Senado y los 25 años para la Cámara de Representantes. Conviene recordar que, en los Estados Unidos de 1787, la esperanza de vida para un varón blanco (como todos y cada uno de los que han ocupado la Presidencia con excepción de Barack Obama) no llegaba a los 37 años. De hecho, habrá que esperar hasta John F. Kennedy para confiar en un bisoño zagal de 43 años.
En el caso de Joe Biden, el presidente más anciano en la historia de Estados Unidos, su condición de octogenario se explica también por la necesidad del Partido Demócrata, con su propia fractura ideológica, de irse muchas, muchas generaciones atrás para encontrar un candidato de consenso. El resultado es que cuando Biden entró en la Casa Blanca tenía más años que Reagan cuando salió. Pero la lógica aplicada por los demócratas a las elecciones presidenciales del 2020 ha colapsado ante un preocupante espectáculo público de lapsus verbales, confusión y caídas en público.
Ante toda esta fragilidad de boca abierta, ha trascendido un proyecto urgente de la Casa Blanca para conseguir un segundo mandato en las elecciones del año que viene: una estrategia para no tropezar. Los demócratas, incluidos algunos miembros del gobierno, temen con razón que el candidato tenga una mala caída delante de las cámaras durante en las semanas previas a las elecciones de 2024. Por eso, el equipo de Biden está tomando medidas adicionales para evitar que tropiece en público. Con la ayuda de un acreditado fisioterapeuta, el presidente se ha sometido a una rutina de ejercicios para mejorar su equilibrio desde noviembre de 2021. Tras la aparatosa caída sufrida en junio durante una ceremonia en la Academia de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, Biden también ha empezado a utilizar zapatillas deportivas más a menudo para evitar resbalones, además de usar escaleras cortas para subir al avión presidencial Air Force One. Las visibles dificultades de equilibrio de Biden son según el diagnóstico de su médico una combinación de “artritis espinal significativa” y “artritis leve del pie post-fractura”.
Tres cuartas partes de los estadounidenses consideran a Biden demasiado mayor para el cargo, de acuerdo a una significativa encuesta de AP-NORC realizada este verano. Aproximadamente la mitad de los estadounidenses también verían a Donald Trump demasiado mayor a sus 77 años. Más allá de sus multiplicados problemas legales, el comportamiento cada vez más errático del expresidente suscita cada vez más dudas incluso entre algunos de sus partidarios.
Tampoco ayuda a disipar esta creciente preocupación que Mitch McConnell, de 81 años y líder de la minoría republicana en el Senado, se quede todo muñeco delante de las cámaras, incapaz de hablar. Ni el espectáculo de la senadora por California Dianne Feinstein, recientemente fallecida tras ofrecer el espectáculo público de haber pedido por completo el oremus e impedir el trámite de aprobación de las nominaciones de jueces federales. O la anterior Speaker de la Cámara Baja, Nancy Pelosi, que en lugar de volverse a su casa de San Francisco a disfrutar de un merecido descanso acaba de anunciar que piensa presentarse a la reelección a sus 83 años.
Entre comparaciones inevitables con la gerontocracia que presidió sobre el final de la Unión Soviética, el periodista David Remnick ha advertido aprovechando una polémica portada del New Yorker, hasta qué punto “en una sociedad en declive, las imágenes de un liderazgo envejecido pueden llegar a encarnar una sensación general agotamiento y descomposición”.