El pasado 20 de abril se cumplieron 25 años de la masacre de Columbine (20 de abril de 1999) en la ciudad del mismo nombre del estado de Colorado. Veinte años antes, 1979, la joven de 16 años Brenda A. Spencer perpetró una en San Diego que sería popularizada por Bob Geldof en la célebre I Don’t Like Mondays. Como quiera que sea, la masacre de Columbine se ha convertido en el referente de este tipo de actos, tristemente recurrentes. El resultado fue de doce estudiantes y un profesor muertos, y el suicidio de quienes lo perpetraron. En el imaginario colectivo de la sociedad norteamericana esta tragedia representa el segundo de los tres acontecimientos luctuosos que nunca llegarán a cicatrizar. El primero de ellos, el atentado al edificio federal de Oklahoma (19 de abril de 1995; la coincidencia de fechas favorece la teoría de que los dos estudiantes querían emular esta tragedia) y el tercero, obviamente, los ataques a las Torres Gemelas y el Pentágono (11 de septiembre de 2001; uno de los dos estudiantes homicidas también manifestó su deseo de estrellar aviones contra las Torres Gemelas o el Empire State).
Un par de años más tarde Michael Moore filmaba Bowling for Columbine (2002, obtuvo el “Oscar a la mejor película documental”) exponiendo las motivaciones, consecuencias y dolor que causaron los asesinatos y, al mismo tiempo, recogiendo opiniones a favor y en contra de la venta y posesión de armas de fuego por parte civiles. El debate ha permanecido abierto hasta nuestros días y así continuará siendo hasta que el sursuncorda diga lo contrario. En este caso, el anónimo personaje sería la Constitución Norteamericana, que en la Segunda Enmienda recoge el derecho a la posesión de armas: “Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado Libre, no se violará el derecho del pueblo a poseer armas”.
A los españoles, y en general a los europeos, nos resulta incomprensible la facilidad para comprar armas en los distintos estados, aunque cada uno tenga su propia legislación. Tal realidad tiene una trágica visibilidad en estadísticas como la referida al número de muertes causadas por balas –ya sea asesinato, suicidio, caza, accidente…– que en el 2021 se aproximó a las 50.000 –no, no sobra ningún cero–; o el porcentaje de muertes por la misma causa entre niños y adolescentes que alcanza 6,01 por cada 100.000 habitantes, cuando la media mundial es de 0,21, siendo la primera causa de muerte infantil. Aquel de Columbine fue el primero de los 400 atentados que desde entonces han acontecido en instituciones docentes norteamericanas. Esta lacra ha afectado a todos y cada uno de los presidentes posteriores a Clinton indistintamente de su color político, y no me equivoco al afirmar que así seguirá siendo.
Además de la referida Segunda Enmienda se suele recurrir al poder e influencia de asociaciones como la Asociación Nacional del Rifle, que ofrece un importante apoyo económico al Partido Republicano, para justificar los repetidos fracasos de distintas administraciones para modificar la legislación –a excepción de Trump–.
La realidad es que la posesión de armas en Estados Unidos supera aspectos legales o económicos e interesa la esencia misma de la sociedad norteamericana. Casi 2/3 de los estadounidenses apoyan la referida enmienda; en torno a la mitad –el 45%– admiten poseer armas de fuego; con una media de 1,3 armas por habitante, el arsenal privado norteamericano supone prácticamente el 50% del total mundial. En aquel país, la cuestión armamentística se rige por los mismos principios que la sanidad o educación. A diferencia de los europeos que confiamos en el estado para asegurar nuestro derecho a la salud y conocimiento, la mentalidad norteamericana es mucho más individualista. Allí únicamente se exige a los gobernantes organizar la convivencia social protegiendo a la ciudadanía de ataques externos; cualquier injerencia en la vida privada es popularmente rechazada.
En mi última visita a California surgió en una conversación con un admirado colega el tema de la ocupación en España. Le costaba entender que el derecho constitucional a la vivienda impidiera a un propietario cortar el agua o la luz de su casa ocupada por extraños porque según él “sin propiedad privada y el derecho a defenderla no hay democracia”. Unos y otros, europeos y americanos, estamos condicionados por el relativismo que mencionara Protágoras, el subjetivismo estudiado por Nietzsche, y el historicismo gnoseológico defendido por Rorty.