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El papa (misionero) y el césar (imperator)

JAG-EEUU-PAPA-DA

Las relaciones iglesia-estado bien pudieran representar el ámbito donde la diplomacia internacional alcanza un nivel superlativo por su natural complejidad. En lo relativo al cristianismo forjador del modelo cultural occidental y obviando los tormentos neronianos y las alegrías constantinas de los primeros tiempos, la entronización de Carlomagno como emperador del Imperio Carolingio en las navidades del 800 DC por el papa León III fue el pistoletazo de salida de una carrera, que llega hasta nuestros días, relativa al asunto en cuestión.

La posterior coronación del Otón el Grande como emperador en el 962 DC en el palacio de Carlomagno en Aquisgrán, con el título carolingio de Rex et sacerdos (Rey y sacerdote) supuso la fundación del Sacro Imperio Romano Germánico. La asociación entre poder religioso y secular superaría anatemas y rupturas religiosas alcanzando durante siglos el rango de categoría, hasta que Napoleón disolvió tal simbiosis en 1806. El catón de los ilustrados, y Napoleón lo era, marcaba claras diferencias entre poder político y religioso en tanto en cuanto lo primero correspondía al espacio social y lo segundo al personal.

El papel todo lo aguanta, pero la realidad siempre tozuda impone sus normas y el clero no ha permanecido ajeno a uno solo de los acontecimientos históricos desde la rupturista propuesta napoleónica. Un ejemplo: más allá del profético anecdotario de la Virgen de Fátima respecto al colapso del sistema comunista, el papel jugado por papa Juan Pablo II resultó fundamental en el proceso iniciado en la noche del 9 de noviembre de 1989 cuando cayó el muro de Berlín. En cuanto al momento histórico que estamos viviendo, su singularidad resulta a todas luces incuestionable.

La reciente elección del papa León XIV, norteamericano como el presidente Donald Trump, plantea una serie de incógnitas sobre la relación que existirá entre ambos más allá de la lógica cordialidad diplomática. Desde una perspectiva castiza, hoy que homenajeamos a San Isidro Labrador, la relación debiera ser magnífica pues el Espíritu Santo es el último responsable de la elección de Robert Francis Prevost como continuador de Pedro al frente de la Iglesia, y según Trump si sobrevivió al atentando en Pensilvania durante la campaña electoral fue, también, gracias a la intervención divina pues “Solo Dios impidió lo impensable”.

Trump fundamentó su campaña electoral en asuntos de índole económica (aranceles e inflación) y social (restricciones migratorias para garantizar el empleo y la seguridad). Pese al corto espacio de tiempo desde la toma de posesión observamos como lo uno y lo otro ha trascendido el ámbito doméstico e interesa al mundo occidental, en especial Europa. Estuvieran o no iluminados por la espiritualidad divina, el voto de los cardenales que de forma mayoritaria eligieron al nuevo papa parece responder a la máxima “Deus juvat facientes” (Dios ayuda a los que hacen) pues temas de índole migratoria, en los que León XIV se significó siendo el cardenal Prevost, bien pudieran haber potenciado su elección como Santo Padre.

Tras el nombramiento del nuevo papa, Donald Trump hizo gala de una diplomacia poco habitual al escribir en Truth Social, “Qué emoción y qué gran honor para nuestro país”, y manifestaba su deseo de conocerle personalmente. Al mismo tiempo, una de las personas más influyentes en el círculo presidencial, Laura Loomer, escribía en su red social que el papa era un marxista “woke” de extrema izquierda.

Trump está proponiendo un nuevo paradigma social radicalmente opuesto al preconizado por el recordado papa Francisco quien calificó de “pecado grave” el repeler emigrantes y convirtió el tema migratorio en auténtica marca de agua de su papado. Su postura era prácticamente idéntica a la expuesta en el sermón de la obispo de Washington, Mariann Budde, pidiendo clemencia para los emigrantes y a quien el presidente calificó de “odiadora de extrema izquierda”.

Según eminentes vaticanistas el nuevo papa tendrá su propia agenda, pero previsiblemente no será rupturista con las políticas de su mentor y predecesor Francisco. Su perfil misionero también potencia una percepción especialmente sensible con los más desfavorecidos y empática con quienes intentan mejorar, incluso salvar, sus vidas en lugares remotos a sus orígenes. De hecho, ha mantenido posturas de incuestionable oposición respecto a las políticas migratorias propuestas por la actual administración estadounidense y la filosofía MAGA. En el 2017 criticó a Trump por utilizar la expresión “malos hombres” al referirse a los emigrantes; el pasado mes de febrero colgó en su perfil de X el artículo de la teóloga Kat Armas en respuesta a la pretendida priorización del amor a los compatriotas sobre otras nacionalidades, según el vicepresidente, y titulado “JD Vance se equivoca: Jesús no nos pide que jerarquicemos nuestro amor por los demás” (conviene recordar que el vicepresidente se convirtió al catolicismo en el 2019); dos meses más tarde, en abril, subió un enlace al texto de Evelio Menjiva-Ayala, obispo auxiliar de Washington, criticando las expulsiones masivas que se estaban llevando a cabo por la nueva administración.

El terreno parece abonado para considerar que a Donald Trump le ha salido un grano en innombrable parte, pero, aunque el asunto lo propicie quien este escrito firma poco tiene de profeta, y profética, que no analítica —desconocemos a uno de los actores y el otro es impredecible— sería cualquier consideración al respecto. Será cuestión de esperar acontecimientos que, sin duda, sucederán más pronto que tarde.

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