
Fue en noviembre de 2022, pocos meses después de que en febrero del mismo año la Federación Rusa del Vladimir Putin invadiera el territorio de Ucrania, cuando vio la luz mi libro De Helsinki a Kiev. La destrucción del Orden Internacional. Contiene una reflexión personal, desde mis primeros tiempos como diplomático, hasta mis consideraciones, a la luz de tales experiencias, sobre lo que significaba la agresión rusa contra Ucrania. He releído con cuidado las últimas cincuenta páginas del volumen, precisamente dedicadas a lo que tal abuso significaba para el orden internacional que el mundo, con todos sus defectos y carencias, venía conociendo desde que en 1945 terminara la II Guerra Mundial y viera la luz la Carta de las Naciones Unidas, y debo confesar mi espanto al comprobar el alcance de frustrada profecía que mis páginas encerraban. Decían entre otras cosas: “Ucrania no puede ceder territorio al agresor. El agresor no puede esperar otro final a sus acciones que el de proceder a la retirada de las tropas ocupantes. El agresor debe hacer frente, mediante las reparaciones oportunas, a los daños físicos y materiales causados en la Ucrania agredida. Y los responsables del desastre, empezando por el propio Putin, debe ser sometido al juicio de las instancias jurisdiccionales internacionales correspondientes”. Lo último resultó parcialmente cierto: fue el 17 de marzo de 2023 cuando el Tribunal Penal Internacional, con arreglo al artículo 8 del Estatuto de Roma que regula sus atribuciones, dictó órdenes de detención contra Vladimir Putin como presidente de la Federación Rusa y contra Maria Lvova-Belova, comisaria para los Derechos de la Infancia en la oficina del presidente ruso, argumentando que “existen motivos razonables para pensar que cada uno de los sospechosos tienen responsabilidad penal en el crimen de guerra de la deportación ilegal de población”. Desgraciadamente las detenciones consiguientes no han tenido lugar porque los inculpados han evitado cuidadosamente pisar el territorio de alguno de los 123 Estados que forman parte del Tribunal. Ello explica las razones por las que las incipientes conversaciones sobre el futuro de Ucrania están teniendo lugar en Arabia Saudí, que no forma parte del acuerdo de Roma, y posiblemente continúen en Rusia o en los Estados Unidos, que conocen exactamente la misma situación. Pero la pregunta inevitable, y más allá de lo que pudiera ocurrir bajo las disposiciones de la justicia internacional, ¿en qué situación se encuentra el orden global cuando el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, inicia conversaciones con el criminal de guerra Putin para, según todos los indicios, llegar a un acuerdo que permita garantizar el premio al agresor y el beneficio comercial y económico a su nuevo partenaire global?
Han transcurrido tres años desde que comenzara la agresión rusa contra Ucrania y hemos podido certificar que, en lugar de las previsiones con las que el ruso veía alcanzados sus propósitos de ocupación, una respuesta conjunta económica y militar de los países miembros de la OTAN y de la UE ha frustrado los propósitos criminales del oligarca del Kremlin y puesto en duda el alcance de sus propósitos. El enfrentamiento tiene ya en su haber el terrible precio de los centenares de miles de muertos y del incalculable coste material que la aventura rusa ha causado en el territorio ucraniano. ¿Estamos contemplando un nuevo paradigma de la conducta en las relaciones internacionales del que desaparece todo aquello que no sea el negocio, el poder y la consiguiente negativa a respetar todo aquello que no coincida con tales objetivos? ¿Es esa la nueva dirección nacional e internacional de los Estados Unidos bajo la presidencia de Donald J. Trump, al que Putin ha recibido con fervor cuasi mesiánico? A lo que hay que dolorosamente añadir la negativa de los dos nuevos aliados para evitar que el país agredido y aquellos otros países que han prestado ayuda económica y militar a su defensa pueden tener alguna participación en el proceso que pueda definir el final de la agresión.
Como la historia nos recuerda, el premio al criminal siempre trae consigo la continuación de sus crímenes: la historia de Hitler en los Sudetes en 1938 puede ser muy parecida a la de Putin en Ucrania en 2023. Allí, con el nazi, estaban Chamberlain y Daladier. Aquí, con el confesado nostálgico de la URSS, está Donald J. Trump. No son fáciles las respuestas, que oscilan entre las que ofrecen los pragmáticos y las que mantienen los defensores de una determinada noción de la paz y la estabilidad basada en el respeto a la ley, a los derechos humanos y a la democracia. Pero la evidencia y la responsabilidad tienen hoy un lugar evidente e inescapable: la Europa occidental y democrática. Solo queda desear y trabajar para que ella y sus integrantes repongan el orden internacional perdido.