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El secreto de Iowa

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Unas elecciones presidenciales planteadas inicialmente como una aburrida lucha dinástica han terminado por convertirse en un formidable pulso contra el establishment político de Estados Unidos.

Theodore White, uno de los analistas más elocuentes de lo que hace falta para llegar hasta la Casa Blanca, explicaba en su clásico The Making of the President 1960 que la política de Estados Unidos es el equivalente a un misterio, cuya solución se mantiene invisible hasta que llega la hora de las elecciones. A partir de ese momento, millones de votantes empiezan a encajar sus correspondientes piezas dentro de ese gran puzzle secreto, sin saber el resultado final de lo que el premio Pulitzer no dudó en describir como «la más impresionante transferencia de poder en el mundo».

A partir del próximo lunes, 1 de febrero, ese invisible misterio empezará a desvelarse en los caucuses de Iowa, seguidos una semana después por la cita con las urnas en New Hampshire. Precisamente desde la legendaria batalla política de 1960 (Nixon v. Kennedy), la selección de candidatos presidenciales se realiza en Estados Unidos de forma inexcusable a través del voto popular en un proceso de primarias cuyos resultados son meramente ratificados -no decididos- por el establishment del Partido Republicano y del Partido Demócrata.

En la noche gélida de Iowa donde arranca formalmente la carrera hacia la Casa Blanca, las asambleas populares convocadas en los 99 condados de ese Estado rural empiezan a repartir los delegados en las convenciones nacionales que cada partido celebrará en verano. Como resultado del profundo proceso de transformación en la política de Estados Unidos iniciado tras la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de esos delegados determinará quién competirá por la presidencia en las elecciones generales convocadas para el 8 de noviembre de 2016.

Todo ese ciclo electoral resulta tan largo como fascinante. Apenas hace seis meses, la sucesión del presidente Barack Obama se planteaba en términos que recordaban demasiado a una especie de lucha dinástica: Bush III contra Clinton II. Es decir, un debate político demasiado predecible y encasillado para un país profundamente democrático, con «d» minúscula. Al final, los relojes blandos de la política americana han terminado por trasformar este nuevo ciclo electoral en lo más parecido a una rebelión contra lo predecible.

La fase preliminar conocida como silent primary ha servido básicamente para formular una estruendosa insurgencia contra el establishment político, aprovechando las pautas ofrecidas por movimientos como Occupy Wall Street o el Tea Party. A ambos lados del espectro político, Donald Trump y Bernie Sanders llegan a la cita de Iowa impulsados por el evidente repudio que una parte del electorado americano siente hacia el status quo, las élites y la forma en que Estados Unidos ha salido de su gran crisis económica.

En lo que va de campaña, incluso por encima de la retórica más insultante, se ha impuesto un relato electoral trufado de populismo que a veces incluso llega a recordar a cambios fundamentales en la política de Estados Unidos como Franklin Delano Roosevelt en 1932 o Ronald Reagan en 1980. Sin olvidar una sobredosis añadida de polarización que ha llegado hasta el punto de ofrecer alguna esperanza para terceros candidatos independientes.

Irónicamente, toda esa visceralidad ha coincidido con un empeño del Washington oficial por comportarse de la forma más constructiva posible. Pese al disfuncional enfrentamiento partidista dentro de un sistema que requiere de consenso para obtener los mejores resultados, republicanos y demócratas han sido capaces de alcanzar un excepcional acuerdo presupuestario. Un pacto fiscal de dos años que sirve, entre cosas, para conjurar un cierre temporal de todos los servicios públicos no esenciales (government shutdown) o el apocalíptico impago de la deuda acumulada por las arcas públicas de Estados Unidos.

El problema es que todas esas buenas intenciones llegan demasiado tarde para influir de forma decisiva en ese secreto invisible que empezará a desvelarse a partir del 1 de febrero en Iowa.

 

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