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Memoria política de Kennedy: el significado vivo del New Frontier

860x520 Memoria política de Kennedy el significado vivo del New Frontier

Se cumplen 54 años de la muerte de John F. Kennedy. Sus menos de mil días en la presidencia han dejado no solo a uno de los presidentes más memorables de la historia de Estados Unidos, sino que por encima de todo, más allá del mito que la posterioridad irá construyendo en torno a su figura, por encima del carisma y la personalidad, su breve paso por la política ha dejado con extraña naturalidad algo tan anómalo como un ejemplo. Con ello no queremos aludir a su conducta ni a la integridad personal, sino al hecho de que la opinión pública ha convenido en ver en su figura un modelo de hombre político.

En este caso particular, y con vistas a una correcta apreciación de su legado político, quizá sea bueno no atenerse estrictamente a un balance de objetivos alcanzados durante su corta presidencia. Ocurre en ocasiones contadas que la talla política de un hombre resulta reconocible precisamente en la actitud frente a situaciones imprevistas. Ahí están la inteligencia y moderación con que guió la resolución de varias crisis con consecuencias potencialmente catastróficas, y también el modo de dar la cara ante la opinión pública por los errores cometidos. En política, la percepción más visible manifiesta la mayor parte de las veces una realidad, y es comúnmente admitido que Kennedy, en su paso por la vida pública, dejó ante todo un estilo. Baste revisar en imágenes cualquiera sus actos oficiales, ya sea un discurso o bien una rueda de prensa, para advertir que cada aparición pública de Kennedy llevaba aparejada una “iluminación” muy característica del espacio público. De ahí la inusitada capacidad para despertar en sus conciudadanos una fe renovada en las posibilidades de cambio a través de la acción política. Ahora bien, dado que esta última se mantiene indisolublemente apegada a una realidad concreta, cuando las condiciones cambian, resulta extremadamente difícil retener el alcance de lo sucedido. De ahí el desacuerdo fundamental que aún hoy existe a la hora calibrar qué es lo que pasó en aquellos tres años de gobierno. Lo que dificulta enormemente el juicio político en este caso es que no podemos responder a la pregunta ¿qué sucedió de 1961 a 1963 en la política estadounidense? sin formular, a su vez, esta otra: ¿Quién fue JFK?

Cuando la muerte prematura arranca súbitamente de la esfera pública la vida de un hombre joven, el hecho sacude de tal forma a los contemporáneos que su recuerdo incide en la memoria colectiva de un modo peculiar. Sin embargo, a diferencia de otros jóvenes y eminentes artistas del siglo XX cuyas vidas se truncaron a temprana edad, y cuyas figuras fueron objeto de mitificación con el paso del tiempo, a Kennedy no se le conocía por sus obras (Perfiles de coraje, por ejemplo) ni siquiera por representar las aspiraciones de un sector específico de la sociedad de su tiempo; en este caso, sería más justo decir que le conocían a él. Como se ha señalado, el hecho es que en los instantes siguientes a su muerte, antes del ruido, apenas antes del murmullo que no tardó en generar las circunstancias de su asesinato, el mundo y particularmente los estadounidenses, fueron conscientes de quién fue JFK.

Resulta difícil reflexionar en torno a Kennedy, su brío reconocible de obra y de palabra, o el enorme vacío en las esperanzas de cambio que significó su muerte, de espaldas al momento de profunda crisis política en que nos hallamos. Con todo, en ocasiones aguarda una lección por descubrir de los hechos y hombres del pasado. Tal ejercicio no conduce a respuestas inmediatas, pero tampoco cede a la desesperación frente a cuanto sucede ante nosotros. Los retos presentes (cambio climático, tensiones renovadas entre potencias, vuelta a marcos de soberanía nacional, etc.) no le van a la zaga a los desafíos que Kennedy enfrentó en su breve pero convulsa presidencia. ¿Acaso hemos olvidado lo que está en juego en este tipo de situaciones? Cumplida la primera década del siglo XXI, no era difícil detectar en las primeras muestras espontáneas de ciudadanos europeos la demanda imprecisa de un cambio en “la forma de hacer política”. Los lentos mecanismos inherentes a la burocracia, la consiguiente distancia de los centros de toma de decisión, el desapego de la ciudadanía hacia los partidos tradicionales, han precipitado, para bien o para mal, cambios en las democracias más consolidadas impensables solo meses atrás.

 Recién cumplido un año en la presidencia de Estados Unidos, D. Trump continúa explotando el uso deliberado de Twitter como forma de saltarse todas las esferas intermedias y llevar su mensaje al ciudadano de forma directa. El efecto buscado es suprimir la distancia entre quien gobierna y el pueblo. En el último discurso de toma presidencial el actual presidente aseguró que llegó el momento de “transferir el poder” de las instituciones al “pueblo”. Aparentemente la promesa personal contraída con el pueblo valida, en virtud de la victoria electoral, los objetivos declarados, lo que justifica de antemano su prosecución por la vía más rápida: la decisión unilateral.

Puede parecer trivial preguntarnos hoy por el significado del New Frontier. ¿Se trataba de un sueño de los sesenta? ¿Acaso un simple lema de campaña? Todo indica que supuso una renovación de la confianza en la política como medio para afrontar los desafíos. Lo que el ejemplo de Kennedy puede recordarnos hoy es que las posibilidades de toda gran transformación depende de la participación e implicación de los ciudadanos en todos los niveles de la vida pública. Quizá un ejercicio de memoria permita ganar cierta seguridad en este terreno: el poder político capaz de cambiar las cosas no emana únicamente de la fuerza de la palabra dada “de hombre a hombre” (de un sujeto político a otro, de un gobernante a un gobernado, de una entidad soberana a otra, de un dirigente a otro dirigente), condición que sí se presenta suficiente para cualquier empresa privada. El enorme desafío que requiere encarar el New Frontier de nuestro tiempo solo puede venir de la promesa dada entre hombres libres, y debe traducirse (queda transferida) a un marco jurídico consentido.

Sería ingenuo pensar que la brecha que se abre ante nosotros, el desafío que supone para el mundo el hacer frente a retos que no pueden esperar, vaya a cerrarse por sí misma. Dada la lentitud en los procedimientos del establishment y la celeridad en la degradación a manos de un populismo que entiende la mediación como desventaja, la imposición como garante de rápida solución, solo la prudencia y el coraje de hombres libres puede discernir lo conveniente ante un horizonte que todavía nos apela.

Escrito por Diego Ruiz de Assín Sintas, doctorando de Filosofía e historia de la UAH. Su principal línea de investigación se centra en la República estadounidense.

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