«¿Hasta qué punto, hasta qué momento de la Historia debemos retrotraernos, remontarnos, a fin de legitimarla, de darla por buena, y dejarla descansar en paz?» preguntaba retóricamente hace unos años el presidente Felipe González. El indigenismo radical respondería que hasta el 12 de octubre de 1492. Es muy probable, no obstante, que las etnias tlaxcaltecas y totonacas discrepen de esta cronografía.
La inminente conmemoración anual del Descubrimiento de América, que desde su instauración en 1913 por el ministro español Faustino Rodríguez-San Pedro, ha sido denominado, dependiendo de cada país, como el Día de la Raza; de la Hispanidad; del Encuentro de Dos Mundos; del Descubrimiento; de las Américas y, en los últimos tiempos, como Día de la Liberación, de la Identidad y de la Interculturalidad, del Respeto a la Diversidad Cultural, de la Resistencia Indígena, Negra y Popular o de los Pueblos Indígenas, como recientemente ha acordado el Ayuntamiento de Los Angeles, sustituyendo el tradicional Columbus Day que se venía celebrando cada 12 de octubre desde 1937, coincide con una singular exacerbación del revisionismo historicista, materializándose, hace bien poco, en la insólita decisión de la Junta Directiva de la Universidad de Stanford, de eliminar de su campus toda referencia al fraile y misionero mallorquín San Junípero Serra -no en vano, su apellido constituía hasta ahora la dirección postal oficial de la institución en Palo Alto- como consecuencia del «daño hecho a la población indígena, que continúa afectando a los nativos americanos de la actual comunidad de Stanford (…) los registros históricos confirman que el sistema de misiones infligió enorme daño y violencia». Sorprende de este furor revisionista, su hemiplejia valorativa; cuando estoy escribiendo estas líneas, el rostro del esclavista Thomas Jefferson sigue incólume en el Monte Rushmore.
Se trata, además y al hilo de la referida plantación de Monticello, de un revisionismo caracterizado fundamentalmente, por la asombrosa descontextualización del que adolece. El pensamiento histórico demanda de una cohonestación de los significados con el marco de su existencia espacio-temporal. Asimilar y comprender algo ocurrido siglos atrás, exige reconstruir con rigor las circunstancias que rodearon aquella acción, conocer profundamente el entorno y analizar ponderadamente los acontecimientos precedentes.
Pero más allá de la actual «columbusphobia» -y, por extensión, hispanofobia- capaz de unir en sus reivindicaciones revisionistas a cosmovisiones tan heterodoxas como el peronismo kirchneriano, la progresía demócrata neoyorquina o el asamblearismo anarquista catalán cupaire, lo cierto es que conviene analizar esta corriente indigenista no sólo desde un prisma exclusivamente iberoamericano, sino como una derivada más del movimiento disolvente directamente vinculado con el adanismo refundador propio de los populismos y nacionalismos redivivos en estos últimos años. Corrientes políticas que, sostenidas por alientos supremacistas, culturales y/o demográficos, han venido a galvanizar voluntades al socaire de un momentum originario que se identifica fatalmente con la desaparición de la tribu primitiva y básica.
Desde esa premisa, y a pesar de que el término «genocidio» tiene su origen en el año 1944 cuando el jurista polaco Lemkin lo introdujo en su obra Axis Rule in Occupied Europe, no les es óbice para adjetivar como genocida la conquista de América por los españoles –no así, curiosamente a la que desarrollaron ingleses y holandeses- a partir del siglo XVI, vindicando la figura del «buen salvaje» russoniano, idealizado en los pobladores precolombinos de América, quienes convivían en un verdadero paraíso terrenal, en pleno estado de gracia y armonía violentamente alterada por el salvaje castellano que los arrolló, saqueó y exterminó. Sustituyan a los indios Ohlone, que habitaban la bahía donde hoy se asienta Palo Alto en el siglo XV, por los ciudadanos del Principado de Cataluña antes de 1714, y el resto del relato desprende la misma indigencia, que no indigenismo, científica y moral.
Este retorno a los valores y la historia nativa, responde en realidad a la necesidad de reconstruir un pasado por una generación actual, que requiere de un pretérito a fin de crearse a sí misma como comunidad y de guiar su destino colectivo. Resulta en este sentido sensacional por paradójico que, cuanto más vanguardista, cuanto más posmoderna, cuanto más revolucionaria pretende mostrarse esta nueva generación sociopolítica, mayor es su necesidad de anudarse a un pasado –singularmente, a una derrota, naturalmente inicua- en un pueril intento de reescribirlo, recalcitrante ejercicio autocompasivo convenientemente alimentado por la superioridad moral con la que habitualmente se desenvuelven.
Lo lacerante de cualquier manipulación histórica –decapitar a San Junípero o vandalizar a Cristobal Colón, son los frutos más escatológicos de aquella- no se reduce a la mera perturbación artera de la memoria colectiva de una sociedad, sino que además limita severamente la que es su principal función: mostrar el pasado para no repetir los mismos errores.