No es ciudad para viejos

Tras dos semanas en Estados Unidos, parte de las cuales pasé en la ciudad de Nueva York, ha cambiado mi percepción apriorística de la Gran Manzana. Influido quizás por las películas de Hollywood y llevado por la rivalidad entre el oeste (Los Angeles) y el este, el rechazo inicial se ha transformado en una incipiente relación de aprecio. Pero no sólo he visto “The City”, también he tenido la oportunidad de visitar la América más tradicional, en las granjas de Pensilvania, donde las próximas elecciones presidenciales podrían decidirse.

Suelo visitar Estados Unidos una o dos veces al año. Estos viajes me permiten palpar la realidad social y política de aquel país. Una realidad que no es la que uno percibe cuando visita los campus universitarios. En ellos, la mayoría de los profesores y administradores votan demócrata –pese a reconocer que, aun prefiriendo al senador Sanders, saben que “su” candidata acabará siendo Hillary,– y echan pestes del advenedizo (y peligroso, añaden siempre) Donald Trump. No me refiero a éstos, sino a esa clase media como Tom, el taxista que me llevó desde la villa de Slippery Rock, en el interior de la Pensilvania agrícola, hasta el otrora corazón industrial del país, Pittsburg. Con sus 500$ de paga tras décadas de servicio en el ejército, Tom compaginaba, a sus setenta años, su trabajo como taxista con el de agente inmobiliario. Me decía que con su corta pensión no podía vivir y protestaba por los impuestos que Washington (en abstracto) le obligaba a pagar. Lo tenía muy claro, apoyaba al gobernador Kasich, pero aun así, si éste no se imponía en las primarias, su voto en noviembre iría a Trump. Cualquiera menos Clinton.

La misma frase me repetía Ginna, mi compañera de avión entre Filadelfia y Boston. Me contaba que era autónoma y que, al igual que Tom, estaba cansada de que las pocas ganancias de su trabajo acabaran en las arcas del gobierno federal. Añadía con contundencia que no le gustaba Trump, pero que su voto iba a ser, en cualquier caso, republicano. Curiosamente, Ginna me dijo algo que, a día de hoy, debilita la candidatura de la exsecretaria de estado: el rechazo que Clinton levanta todavía en parte del voto femenino. “Sé que como mujer debería apoyar y votar a otra mujer, pero no lo haré con Hillary. No me gustó lo que hizo cuando era secretaria de estado y menos cuando era primera dama,” añadía mi compañera de viaje. Hillary Clinton va a necesitar ese voto femenino para que su candidatura levante un vuelo que, por ahora, la mantiene todavía en unas primarias demócratas casi eternas, y en una carrera presidencial con un Donald Trump muy cerca en intención de voto. Es esa América silenciosa de hombres y mujeres (blancos y de clase media), a la que Tom y Ginna muy bien representaban, la que puede llevar al magnate de Queens a la Casa Blanca.

Tras visitar Pittsburg, Slippery Rock, Filadelfia y Boston, mi viaje concluía en Nueva York. Pese al poco tiempo libre del que dispuse para visitarla, he de decir que he quedado prendado de la ciudad. Es cierto que habiendo vivido en la costa oeste, mi percepción de Nueva York era bastante partidista (de rechazo, incluso). Sin embargo, he descubierto una ciudad viva, moderna, y abierta que, parafraseando a Sinatra, realmente nunca duerme. La ciudad, a parte de la belleza arquitectónica, tiene una vida social y cultural indescriptible, que lo mismo te permite escuchar en la misma semana y a poca distancia a Antonio Muñoz Molina, Homi Bhabha o Paul Krugman. Es una ciudad de gente joven, no hay ancianos, como tampoco hay niños. Las familias con hijos no pueden permitirse los alquileres de Manhattan. Y los ancianos apenas podrían sobrevivir con sus pensiones y dos trabajos, como el taxista Tom lo hacía en Pittsburg y la apurada Ginna en Filadelfia. Sí, Nueva York no es una ciudad para viejos. Pero, al igual que los campus universitarios que visito, tampoco es la América verdadera.

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