En la convención anual celebrada a principios de este año en Atlanta, el partido demócrata decidió que la actual primera dama acompañase a su marido en la papeleta electoral como candidata a la vicepresidencia en las próximas elecciones. No, no nos hemos vuelto locos, ni hablamos de los Obama (aunque, no lo neguemos, ¿a quién no le gustaría tener a Michelle como vicepresidenta?) Nos referimos al escenario propuesto por la última temporada de House of Cards, la serie de política-ficción de Netflix.
Es discutible que en este caso la realidad haya superado a la ficción, pero como mínimo se ha adelantado un par de décadas: en las elecciones de 1992, Bill Clinton sugería que su candidatura ofrecía un 2×1, al más puro estilo McDonalds. Obviamente, Bill aludía a su esposa, probablemente la primera dama más sobrecualificada hasta la fecha. A pocos se les escapaba la influencia de Hillary en el gabinete liderado por su esposo. Como primera dama, mantuvo un perfil alto, formó parte de la conversación política, fue más Eleanor Roosevelt que Jackie Kennedy. Aparecer como la perfecta esposa, como la gran mujer que, de acuerdo con el topicazo, todo gran hombre tiene detrás, no parecía colmar sus ambiciones. Necesitaba actuar, tener su propio despacho en el Ala Oeste, ser una aliada no solo sentimental sino también política para Bill. Y en 2016 la encontramos, con un bagaje profesional al que ha añadido su experiencia como senadora y secretaria de Estado, llamando a las puertas de la Casa Blanca.
Desconocemos si en el Yale de los años setenta Bill Clinton y Hillary Rodham se plantearon el mismo pacto que los jóvenes Frank y Claire Underwood sellaron en Cambridge: formar una alianza impenetrable, con piel de elefante, capaz de todo para satisfacer sus ansias de poder. Ese matrimonio con tintes shakesperianos, mezcla de Ricardo III y Lady Macbeth, se ha mantenido como columna vertebral de las cuatro temporadas de House of Cards. A lo largo de estos años, la audiencia ha presenciado, a través de un Kevin Spacey en constante estado de gracia, el ascenso de Frank Underwood de whip demócrata en el congreso a presidente de la nación. Quizás menos llamativa pero igualmente meteórica ha sido la carrera de Claire Underwood, interpretada con enorme sutileza y capacidad de sugestión por Robin Wright. Su Claire comienza como directora de una organización sin ánimo de lucro en defensa del medio ambiente para terminar convirtiéndose en running mate de Frank. En el cínico y desideologizado mundo de House of Cards, los deseos y deslices personales, ya sean infidelidades o incluso asesinatos, no solo se perdonan sino que se alientan siempre que tengan un fin práctico.
A buen seguro, las conductas sociopáticas del personaje interpretado por Spacey conforman el reclamo original de la serie. Más que como un antihéroe, Frank Underwood se presenta sin ambages como un villano. No es casual que se le haya comparado con Donald Trump, y a las tramas ficticias con el actual clima político. Sin embargo, el interés de la serie no se sostiene sobre la inmoralidad del protagonista. Si House of Cards se ha convertido en paradigma del binge watching es, en buena medida, por su seductora representación de las relaciones de poder dentro de la pareja. La evolución de los Underwood, que parece emular la de los Clinton, tiene que ver con el empoderamiento de las mujeres: acompañar al poderoso ya no es suficiente, ellas quieren llevar la voz cantante.
Ha trascendido recientemente la amenaza de Robin Wright de abandonar House of Cards si continuaba cobrando menos que su compañero de reparto. Su reclamación, atendida por los responsables de la serie, refleja en buena medida la situación de su personaje. La última temporada emitida hasta la fecha finaliza con Frank y Claire mirando a cámara, un paso más cerca de sus objetivos, en una imagen que vaticina la compleción del pacto político entre ambos. Hasta ese momento, solo a Frank se le había otorgado la posibilidad de romper la cuarta pared y dirigirse a la audiencia. Con esta doble mirada final, se certifica una realidad cada vez más obvia según avanzaban los capítulos: Claire Underwood ha llegado hasta la Casa Blanca para quedarse y difícilmente va a aceptar permanecer a la sombra de su marido. ¿La veremos como candidata a la presidencia? Si eso sucede, quizás no sea una pionera. Según avanzan los días, los kilómetros y los recuentos de delegados y superdelegados, la carrera presidencial va tomando la forma de una confrontación Clinton-Trump. Si el pueblo americano se entrega a la atractiva oferta del 2×1, Hillary puede partir con ventaja. A diferencia de Trump, ella tiene un compañero de fatigas acostumbrado a anhelar (y ejercer) el poder. Su Claire particular no luce pelo platino sino canoso.
Escrito por Rubén Peinado Abarrio, doctor en Filología Inglesa y adjudicatario de la ayuda Washington Irving del Instituto Franklin-UAH y la Asociación SAAS en su edición de 2015.