De Londres a Washington, pasando por Raqqa

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Mientras ISIS acumula derrotas militares, su amenaza terrorista se complica con la letal combinación de mínimos recursos y máximo simbolismo.

El ataque terrorista perpetrado en el puente de Westminster de Londres ha coincidido con una cita especialmente relevante en Washington dentro de la ofensiva en curso contra el califato proclamado por ISIS en el verano de 2014. Representantes de más de sesenta gobiernos y organizaciones internacionales, que forman parte de la coalición liderada por Estados Unidos, se han reunido para una sesión de estrategia ante lo que se anticipa como el esfuerzo final –pero más complicado– para acabar con el cuasi-estado impuesto por los yihadistas en partes de Irak y Siria.

La cita en el Departamento de Estado ha servido para que la Administración Trump comparta con sus aliados sus intenciones en el conflicto convencional planteado por ISIS. Un desafío militar centrado en países árabes especialmente vulnerables por sus propios enfrentamientos sectarios y que ISIS ha insistido en presentar como el final de Sykes-Picot, en referencia al centenario pacto entre Francia y Gran Bretaña para repartirse después de la Primera Guerra Mundial territorios controlados por el Imperio Otomano.

Rex Tillerson, el nuevo titular de Exteriores, ha retirado que la derrota del Estado Islámico es “el objetivo número uno” de la Casa Blanca para Oriente Medio. Aunque siguiendo la emergente doctrina de “copago” planteada por el presidente Trump, Estados Unidos espera que sus aliados contribuyan de forma mucho más significativa no tanto en la anticipada derrota militar de ISIS sino en los posteriores esfuerzos por estabilizar Irak y Siria.

La idea asumida por Washington es que de muy poco sirve ganar una guerra para después perder la posguerra. Y para ello espera que sus aliados asuman la mayor parte de los gastos destinados a proyectos de estabilización y reconstrucción, con un monto estimado para este año de 2000 millones de dólares. Del esfuerzo militar aliado, Estados Unidos insiste en que tres cuartas partes corren de su cuenta.

Durante su delirante campaña presidencial, Donald Trump dijo tener “un plan secreto” para derrotar a ISIS y alardeó de que él sabía más sobre el Estado Islámico que los generales del Pentágono. Sin embargo, el cónclave en Washington ha servido para confirmar que la estrategia de la Administración Trump se parece bastante a la formulada por el presidente Barack Obama durante los últimos tres años.

En esencia, el plan en curso de Estados Unidos contra las posiciones geográficas del califato incluye el uso intensivo de ataques aéreos combinado con el respaldo a fuerzas locales aliadas. Este esfuerzo militar se completa con el empeño en detener el flujo de milicianos hacia y desde zonas de combate, luchar contra el reclutamiento de yihadistas a través de redes sociales y desarticular sus fuentes de financiación. Sin olvidar las necesidades humanitarias y la estabilización de las zonas gradualmente liberadas del control de ISIS.

La novedad contemplada por el nuevo ocupante de la Casa Blanca sería un mayor despliegue de asesores y recursos militares sobre todo en la batalla planteada en Siria para liberar la ciudad de Raqqa, considerada por ISIS como su de facto capital. La revisión formulada el mes pasado por el Pentágono contempla la participación de tropas especiales americanas, helicópteros de ataque Apache y baterías de artillería a cargo de los Marines. Una escalada que la Administración Obama quiso evitar por su reluctancia a implicarse con boots on the ground en conflictos adicionales.

Con todo, el problema de ISIS no tiene una sola dimensión militar. La coincidencia de la reunión ministerial en Washington con el ataque terrorista de Londres ha servido para recordar que el Estado Islámico sigue representando una grave amenaza más allá de la menguante geografía del califato. Sobre todo porque la letal combinación de mínimos recursos y máximo simbolismo complica especialmente la lucha contra el terrorismo yihadista impulsado por ISIS.

El terrorismo, por definición, utiliza una cantidad limitada de violencia pero buscando siempre el mayor impacto posible. Un todo-terreno alquilado y un cuchillo habrían sido suficientes para cometer múltiples asesinatos y herir a más de una veintena de personas, además de llevar el caos y la confusión a la sede del poder político en Gran Bretaña y forzar la evacuación de su primera ministra.

En contraste con la superproducción que supuso el 11-S orquestado por Al Qaida contra Estados Unidos, el terrorismo yihadista que ahora inspira el autodenominado Estado Islámico cada vez emplea a menos gente y despliega menos recursos materiales. Limitaciones que suple con radicales más o menos improvisados pero siempre dispuestos a perder la vida en la comisión de trágicos atentados.

Si la selección de objetivos como Westminster no es nada casual, las fechas tampoco. Los terroristas no pierden de vista el calendario para alentar la psicosis de un conflicto permanente y en múltiples frentes. Un pulso continuado en el que ellos aparentan retener la iniciativa. El ataque en Londres ha coincidido con el aniversario de la ofensiva terrorista perpetrada hace un año contra Bruselas.

Este terrorismo “low cost” resulta especialmente insidioso de combatir porque apenas ofrece rastros o indicios. Lo que reduce en última instancia las posibilidades de identificar amenazas e intervenir a tiempo. Dentro de esta peligrosa mutación hacia el minimalismo, las conexiones son cada vez más tenues entre instigadores y asesinos. Y la carencia de puntos susceptibles de ser conectados multiplica la dificultad de una respuesta efectiva.

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