En cuestiones de carne, nada como Estados Unidos. Allí los platos de carne no engañan, son contundentes. Lo más sofisticado que tienen son las hamburguesas. Quizás por problemas de mala conciencia, no maldigo en absoluto a las hamburguesas porque en ellas la forma corporal del animal ha sido eliminada, no conservan el recuerdo anatómico del cuerpo del que proceden. Invariablemente, si no se ordena otra cosa, la hamburguesa viene acompañada de un arsenal de aros de cebolla fritos y de patatas fritas alargadas. Vulgares y corrientes papas fritas, que allí llaman “french fries”. ¿Por qué será? La respuesta está aquí, en Monticello, donde me encuentro una luminosa mañana de verano.
¿Quién inventó las patatas fritas? Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero quienes se ocupan de esas cosas (que los hay) sostienen que fueron los franceses o los belgas. España también puede echar su cuarto a espadas. Según una autoridad en la materia, el profesor Paul Ilegems, conservador del Museo de la Patata Frita de Brujas (no es broma; por si no basta con mi palabra consulten este enlace), cree que además de sus muchos milagros, fundaciones, éxtasis y alucinaciones, Santa Teresa de Ávila tuvo tiempo para ser la primera cocinera de papas fritas (Ilegems, P. De Frietkotcultuur. Loempia, 1993).
Teniendo en cuenta que Estados Unidos es el único lugar del mundo donde les llaman “french fries”, los estadounidenses están convencidos de que fueron los franceses los inventores del contundente invento culinario. Y si los estadounidenses han sido capaces de elegir a Trump, ¿cómo van a estar equivocados? Eso lleva a otra cuestión: ¿quién introdujo las patatas fritas en el Nuevo Mundo?
La popularidad de las papas en Francia se atribuye a un oficial médico del ejército francés, Antoine-Augustine Parmentier, que pregonó por Francia y varias partes de Europa las virtudes de un tubérculo que le habían dado como rancho cuando estuvo preso durante la Guerra de los Siete Años. Hasta que Parmentier se convirtió en gran predicador de las patatas, los franceses solamente las usaban para alimentar a los cerdos. La razón es que pensaban que causaban varias enfermedades. De hecho, en 1748 el Parlamento francés prohibió su cultivo: sus señorías estaban convencidos de que las papas eran la causa de la lepra. Los prusianos, siempre tan brutotes, pensaban otra cosa, así que mientras que estaba cautivo en Prusia, Parmentier se vio obligado a cultivar y comer papas. Allí descubrió que los prejuicios gabachos sobre la papa carecían de fundamento.
Cuando regresó a Francia, Parmentier comenzó a defender la papa como una potencial fuente de alimento. Moviendo Roma con Santiago, logró que en 1772 la Facultad de Medicina de París proclamara que las papas eran comestibles para los humanos. Claro que una cosa es proclamar y otra que te hagan caso. Parmentier siguió encontrando reticencia en su cruzada y ni siquiera obtuvo permiso para cultivarlas en el huerto del hospital de los Inválidos, donde trabajaba como boticario. Irreductible, comenzó una campaña publicitaria más astuta. Organizó banquetes a base de patatas a los que invitó a notables dignatarios como Benjamin Franklin, Antoine Lavoisier, el rey Luis XVI y la reina María Antonieta, quienes por aquel entonces todavía conservaban la cabeza sobre los hombros.
Utilizó también una argucia que resultó ser la mejor campaña publicitaria de la historia. Para que el vulgo pensara que allí había algo muy valioso, contrató guardias armados para que vigilaran el huerto donde cultivaba sus patatas. Los vigilantes tenían dos instrucciones muy claras. Decir a quien quisiera escucharlos que lo que allí se criaba era un manjar de dioses exclusivo para los reyes y mirar para otro lado para que el personal las robara. Mano de santo: en el mercado negro empezaron a circular patatas a precio de caviar. La hambruna de 1785 espabiló al personal y la dócil y nutritiva papa se convirtió en uno de los cultivos más populares en Francia.
Una vez que los franceses aceptaron la patata, su popularidad se disparó. En 1795, las papas se cultivaban a gran escala; no se libraron ni las Tullerías, porque los revolucionarios convirtieron los reales jardines en villanos patatales. Durante esos procelosos tiempos en los que el invento del doctor Guillotin hacia un generoso rodaje, se dice que los vendedores ambulantes las vendían en carretillas por las calles parisinas. Como no era cuestión de ir pregonando “pommes de terre frites”, simplificaron el mensaje voceando simplemente «frites«. Los soldados de Napoleón se encargaron de difundir urbi et orbe la buena nueva. La cosa no resultó sencilla.
Cuando las papas fueron introducidas por primera vez en Irlanda y Escocia, los protestantes, como no podía ser menos, protestaron, porque la clerigalla se resistía a incluir entre las comidas toleradas un alimento que -como no podía ser menos- no se menciona en ninguna parte de la Biblia. En eso tenían razón. Pero como en cuestiones de aplicar ayunos, vigilias y penitencias la gente es más bien pasota, los pastores perdieron la batalla y sus ovejas zamparon patatas: buenas, bonitas y baratas. Mucho más prácticos, los católicos optaron por rociarlas con agua bendita antes de sembrarlas, un método milagroso que las hacía perfectamente aptas para comer y, de paso, contribuía al sostenimiento de párrocos y abades, dado que el agua bendita autorizada a tal efecto se despachaba, previo óbolo, en parroquias y conventos: ovejas y pastores, todos contentos.
En el Nuevo Mundo no se habían enterado de las bondades del tubérculo, pero hete aquí que durante su estancia como embajador en París (1785-1789), Thomas Jefferson se aficionó a la gastronomía francesa. En 1802, cuando ya era presidente, hizo que el chef de la Casa Blanca, el francés Honoré Julien, preparara «papas servidas a la francesa» para una cena. Como Jefferson lo apuntaba todo, las describió en sus notas como «patatas fritas en pequeños cortes alargados».
Malas las noticias para los defensores del origen belga de las patatas fritas, quienes porfían en que se llaman “french fries” porque durante la Primera Guerra Mundial los soldados americanos tomaron el nombre de los belgas, cuyo ejército hablaba francés. Los belgas, además de comerlas al por mayor, las llamaban «les frites» (que es francés) por lo que los soldados americanos las llamaban “french frites”. Hay un par de argumentos que se oponen a esta leyenda. En primer lugar, como acabo de decir, Jefferson se refirió a ellas como «papas fritas a la francesa» y lo dejó escrito. Además, hay varios libros de cocina americanos publicados en la década de 1850 que utilizan específicamente el término «french fries» para describirlas.
Dejo cebollas y patatas fritas a un lado y sigo con mi hamburguesa.