Trump impone su agenda exterior

“A las 2 p.m. en Washington se nos convoca puntualmente para el caos”. De ese modo expresaba la presentadora de informativos de una emisora estatal española la sensación que cunde entre periodistas, políticos y opinión pública mundial ante la puesta en escena para el anuncio de la última resolución del presidente Trump. El contenido de aquella decisión en cuestión hacía pública la ruptura unilateral por parte de Estados Unidos del acuerdo nuclear con Irán.

Para evitar malentendidos, no estamos hablando del caos interno y organizativo de una administración particular que, desde su llegada a la Casa Blanca, nos ha acostumbrado a una retahíla semanal de contradicciones, remodelaciones de gabinete, despidos fulgurantes, etc. La turbación que se va instalando tanto en gobernantes como en la opinión pública tiene su origen en decisiones concretas que afectan al equilibrio geoestratégico a nivel mundial, y no hay que ser ningún experto para advertir que el contenido de tales medidas introducen nuevas brechas en situaciones ya de por sí delicadas.

Sirva de ejemplo el reciente acto de inauguración de la Embajada de Estados Unidos en Israel con sede en Jerusalén: previsto en la agenda política de Washington y cumplido en plena crisis de Oriente Próximo. En los eventos de apertura de la nueva embajada, se hizo insoportable la disparidad visible entre la animosa congratulación de los asistentes y las consecuencias inmediatas que siguieron a la misma, en un momento en que el pueblo palestino conmemoraba la Nakba. Resulta difícil sacudirse la sospecha de no haber asistido el 14 de mayo en Israel a una réplica de esta macabra rutina que nos viene acostumbrando a una nueva “cita con el caos”. Todo el mundo acude sabiendo donde tiene que sentarse, cual es el orden del día y quizá ni le sorprendan los momentos reservados para gestos y estampas. De ahí que hasta el protagonista indiscutible del “hito histórico” del reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel, que no es ni Trump ni sus representantes familiares, sino Netanyahu, hiciera una mención en su discurso al caos que sabía se desarrollaba paralelamente al acto institucional, caos que se cobraba en decenas de muertos y millares de heridos.

A la vista de los acontecimientos, uno se convence de que la agenda internacional del presidente Trump está determinada por un planteamiento cortoplacista que se inhibe de las consecuencias que sus decisiones generan. Pero además, la manera de presentar tales medidas públicamente añade el nocivo efecto de socavar el debate público, dado que nadie desde el gobierno parece reconocer argumento ni suceso que contraríe la versión oficial. Esto explica que la conmoción y el desconcierto sean todavía mayores, pues decisiones graves vienen acompañadas de explicaciones llanas e irrebatibles.

Cada una de las medidas implementadas a nivel internacional por el presidente Trump acerca el objetivo, que no cabe tildar a priori de irracional, de quebrantar un orden mundial sustentado en el multilateralismo. Estamos asistiendo a ello. Vemos además cómo amplios sectores de población de las democracias occidentales lo entienden como un giro positivo. En tales circunstancias, importa recordar que el curso que tomen los acontecimientos no está totalmente marcado, como si fuéramos testigos circunstanciales, presas de una incipiente corriente histórica.

También al nivel de la comprensión, un enfoque desde la teoría política puede abrir a reflexionar estos cambios como algo distinto de reacciones meramente viscerales, arbitrarias o motivadas por ideologías o tendencias autoritarias. Antes bien, se corresponden con una percepción muy extendida, cuyo significado conecta con una de las más antiguas máximas de la política: una de las condiciones básicas del poder es la eficacia; en cuanto esta se ve mermada o deja de ser percibida, desaparece aquello en virtud de lo cual los ciudadanos consienten un determinado orden político.

Sin duda, D. Trump ha sabido explotar en su beneficio este malestar crónico que constituye un verdadero mal de las democracias occidentales. La cuestión es si las mismas maniobras que llevaron en su día al candidato con menos probabilidades a las puertas de la Casa Blanca, serán eficaces a la hora de propiciar los cambios prometidos a la clase media desposeída ¿Acaso la demolición exprés del statu quo restituirá por sí misma un pasado anhelado? Incluso suponiendo realizables ciertos objetivos concretos, ¿acaso en política los medios no adquieren especial relevancia en tanto pueden ser determinantes más allá del fin propuesto?

D. Trump parece confiar en una noción de eficacia que deriva de ciertas esferas particulares de la vida, reconvertidas y fijadas sin más como líneas de orientación cara la prosecución de objetivos políticos. Atendiendo al discurso del presidente, estos parámetros no responden inmediatamente ni de ideales políticos −como justicia, igualdad, etc.− ni de firmes convicciones −como pueda ser la preferencia por un tipo de gobierno autoritario frente a otros− sino que se definen desde un pragmatismo radical: un resultado es exitoso o beneficioso si permite perpetuar el éxito o redundar en mayor beneficio.

Resulta oportuno recoger algunas de las declaraciones de D. Trump a fin de cuestionar los modelos que sustentan e inspiran su noción de actuación política eficaz, cuño de una actitud determinada a acelerar cambios políticos de calado. Cabe mentar, en primer lugar, la invocación habitual por parte del presidente de Estados Unidos de la fama o éxito social como una prueba inequívoca de que determinada actuación logra un respaldo unánime en el tiempo. En segundo lugar, es fácil advertir otro de sus referentes en cuanto a modelos de eficacia: la gestión beneficiosa como apoderado en la esfera de los negocios.

El problema consiste en que estos ámbitos donde D. Trump ha cosechado resultados reconocidos rehuyen por definición la relación fundamental que preside la teoría política desde sus orígenes: la categoría de medios-fines. Allí donde se busca incrementar un determinado índice de audiencia, el camino más corto habitualmente compensa: la brecha entre medios y fines se hace aquí banal desde que la elección del medio más efectista redunda en el “fin” de manera inmediata. Salvando las distancias, otro tanto ocurre en el ámbito de las grandes inversiones de capital, donde los beneficios obtenidos pasan rápidamente a formar parte de un capital que es concebido como medio susceptible de ser reinvertido una y otra vez. La propia trayectoria empresarial de Trump demuestra cómo una bancarrota puede ser superada sin alterar lo más mínimo ese horizonte característico que permite una suerte de intercambiabilidad entre medios y fines.

Esta mentalidad ignora la realidad propia del terreno político, donde rara vez se da el caso en que un único criterio conduce a una solución apropiada en cuestiones que afectan a muchos. Antes bien encontramos que los avances que permiten pensar en la eficacia de un determinado planteamiento pasan a menudo por opiniones enfrentadas, que exigen deliberación y previsión antes de optar por la respuesta más acertada: el carácter aproximativo de los medios condiciona lo que solo con el tiempo podrá mostrarse como una respuesta más o menos eficaz, y ello porque la potencial incidencia de la acción política se ve afectada por una realidad que es plural por definición. Así, como predicaban los griegos, la noción de “límite” adquiere un valor singular en medio de la confrontación connatural a la política, pues tal disposición aprecia, de entre los medios disponibles, el mejor modo de llevar a cabo el objetivo. Nada más alejado del espíritu público que la mentalidad estrecha de quien asigna al interlocutor una idéntica posición compartida sobre la base de un legítimo interés, y que reconoce, ante posibles discrepancias, la opción de cerrar filas y dirigirse libremente hacia otros actores presentes en el mercado.

Retomando la vorágine transformadora que sacude la actualidad internacional, otro momento crucial se avecina ante la posibilidad de reconducir un problema anquilosado: la disposición de Corea del Norte a desmantelar su programa nuclear, noticia que ha generado grandes expectativas cara a la cita del próximo día 12 de junio en Singapur. Si bien el inicio de conversaciones supone un cambio de escenario incuestionable, persisten improvisadas chocarrerías, como asociar la posible consecución del acuerdo a un “éxito” donde “otros fracasaron”.

Conviene no perder de vista lo que está en juego en esta oportunidad única. Antes que estándares simplificadores que todo lo enmarañan, la experiencia de la negociación e implementación del pacto con Irán muestra que los beneficios de la puesta en práctica de estos acuerdos internacionales nunca se presentan del todo satisfactorios para las partes, frágil equilibrio que exige del máximo consenso ante un recorrido que nunca es enteramente previsible.

Escrito por Diego Ruiz de Assín Sintas, doctorando de Filosofía e historia de la UAH. Su principal línea de investigación se centra en la República estadounidense.

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