La necesidad de un cambio de modelo energético basado en el ahorro, la eficiencia y la sustitución progresiva de los combustibles fósiles por energía limpia es más que evidente en este primer cuarto de siglo. Parece que ha llegado el momento en el que las empresas vayan más allá del “condimento” publicitario verde y empiecen a adaptar sus productos, sus servicios y, sobre todo, sus estrategias de negocio a una economía baja en carbono.
El anuncio de la Administración Trump de sacar a Estados Unidos del Acuerdo de París socavó un pilar clave en la lucha contra el cambio climático y dañó la capacidad del mundo para evitar los efectos más peligrosos y costosos del cambio climático. Pero lo que ahora quiero destacar es que la política medioambiental de Trump también está fuera de sintonía con lo que está sucediendo en su país. Las primeras medidas de Trump, adoptadas en las semanas inmediatamente siguientes a su toma de posesión el 20 de enero de 2017, suscitaron el inmediato rechazo de algunos líderes políticos, como los del gobernador de California, el demócrata Jerry Brown, que anunció la posición del estado en contra de las políticas presidenciales (lea aquí el discurso completo, en español).
Ahora aparecen nuevos síntomas de que los dólares, tradicionalmente unidos al pegajoso y contaminante negro de los combustibles fósiles, están virando hacia el verde de las renovables. En un artículo del año pasado en el que me ocupé del anunciado colapso de la industria petrolera, conté que grandes inversores como la Fundación Rockefeller, cuyos patronos lograron su vasta fortuna con el petróleo, estaban retirando sus fondos de la industria de los combustibles fósiles.
Siguen llegando señales de que el tiempo del cambio ya está aquí. Una parte importante del sector financiero ha llegado a la conclusión de que las empresas a las que financian han de cumplir con su responsabilidad social y ser respetuosas con el medio ambiente para ser rentables. Después del anuncio de la Fundación Rockefeller, la primera señal vino en 2017 de la mano de una entrevista concedida a Financial Review por Jim Barry, director de inversiones e infraestructuras de la norteamericana Blackrock, la mayor gestora de fondos privados del mundo, en la que alertaba de que los planes para invertir más dinero en centrales de carbón eran como “negar la ley de la gravedad”: una temeridad financiera.
Blackrock no se quedó en la declaración de su director de inversiones. En una carta enviada a los consejeros delegados de las empresas de las que es accionista, Larry Fink, presidente y fundador de la financiera, dio la alerta de los riesgos que se corren de no adaptarse al nuevo tiempo que les toca vivir. Según Fink, las empresas «no solo deben ofrecer un rendimiento financiero, sino también mostrar cómo contribuyen de forma positiva a la sociedad» y cómo «responden a desafíos sociales más amplios», porque de lo contrario podrían perder la «licencia social» para seguir operando. Fink advierte que los más ricos han cosechado ingentes beneficios tras la Gran Recesión, mientras que la gente común ha tenido que conformarse con salarios estancados. En la carta también advierte de los riesgos que supone el aumento de la desigualdad y de la «polarización», poniendo el dedo en la llaga del incremento de los gobiernos populistas y autoritarios en todo el mundo.
La segunda señal proviene de un informe publicado en noviembre de 2017 por Lazard, un banco de inversiones especializado en energía con sede en Nueva York, que situaba el coste medio de la producción de electricidad de las centrales nucleares estadounidenses en 148 dólares por megavatio-hora, muy superior al coste de la producida por eólicas y solares fotovoltaicas, cifrada en 45 y 50 dólares, respectivamente.
Ambas compañías están en la línea de la reciente iniciativa Climate Action 100+, uno de cuyos cinco pilares es la financiera estadounidense Ceres, que ha conseguido la adhesión de las principales empresas emisoras de gases de efecto invernadero de todo el mundo. Estas empresas han adquirido el compromiso de reducir las emisiones en sus instalaciones y dar una información transparente relativa a su exposición al cambio climático y al cumplimiento del Acuerdo de París, lo que incluye los riesgos de no poder utilizar todas las reservas fósiles incluidas en sus balances contables. Según la comunidad científica, el 35% de las reservas de petróleo, el 50% de las reservas de gas y un 90% de las reservas de carbón deberán quedarse bajo tierra para cumplir con los objetivos climáticos del Acuerdo de París. Los inversores que no reconozcan a tiempo los cambios tectónicos que se avecinan en el sector de la energía serán los que sufrirán las peores consecuencias.
La unión de los sectores público y privado también está ejerciendo un papel muy importante de liderazgo cuando los gobiernos fallan a la hora de dar certidumbre y establecer políticas claras para las inversiones a largo plazo. Sin duda, este es el caso de Estados Unidos, donde un total de 1.219 gobernadores, alcaldes, empresas, grupos inversores e instituciones de educación superior de todo Estados Unidos, o con operaciones significativas en el país, que representan la diversidad de sectores más amplia de la economía estadounidense jamás reunida en contra del cambio climático, firmaron el manifiesto We Are Still In (Nosotros seguimos todavía dentro), en el que declaran su intención de asegurarse de que Estados Unidos vuelva al Acuerdo de París y continúe siendo un líder en la reducción de emisiones de carbono.
Las ciudades y estados participantes representan 120 millones de estadounidenses y contribuyen con 6,2 billones de dólares a la economía de Estados Unidos, e incluyen a ciudades como Nueva York, Los Ángeles o Houston. Una mezcla de universidades, públicas y privadas, grandes y pequeñas, han incluido a su institución en la declaración. En total las empresas y los inversores signatarios tienen un ingreso anual de 1,4 billones de dólares e incluyen, además de cientos de pequeñas empresas, a más de veinte empresas de la lista Fortune 500, entre las que se encuentran las cuatro compañías tecnológicas más grandes del momento: Google, Amazon, Facebook y Apple. Las GAFA, como resumen los expertos.
La presencia de estas empresas dominantes en Internet es clave. En un informe que ha presentado recientemente Greenpeace (¿Quién está ganando la carrera para construir un Internet verde?) la ONG ha rastreado la huella energética de los operadores de los mayores centros de datos y de 70 páginas web y aplicaciones más populares del mundo, pero ha puesto el foco en las GAFA. El estudio aporta unas cuantas previsiones: en 2020, habrá cerca de 4.100 millones de usuarios de Internet a escala global (más de la mitad de la población mundial), frente a los 3.000 millones de 2015. Ese año, generamos 4.423 exabytes de contenido digital (un exabyte equivale a 119 mil millones de canciones que, si se reprodujeran una tras otra, sonarían durante 906.000 años). Si Internet fuera un país, se situaría como el sexto en consumo de electricidad. La Red, en definitiva, abarca hasta el último poro de nuestra sociedad. Y las cuatro compañías más potentes que operan en ella tienen un indudable impacto en el planeta. También medioambiental. La industria de las tecnologías de la información consumió en 2017 más del 12% de la electricidad mundial.
En definitiva, que la veta más granada de los sectores financiero y tecnológico ha llegado a la conclusión de que, para ser rentables, sus inversiones han de ser respetuosas con el medio ambiente y con las sociedades en las que operan. Saben que durante demasiado tiempo la maximización de los beneficios a corto plazo ha primado sobre la sostenibilidad a largo y sobre la función social a que están obligadas tanto empresas como asalariados, y son conscientes de que esa forma de rentabilizar sus inversiones no podrá continuar mucho más allá.
En pleno Antropoceno, por convicción o por conveniencia, los inversores saben que la rentabilidad de sus fondos no puede es una variable independiente de los limites ecológicos y sociales del planeta.