“Fly me to the moon
Let me play among the stars
Let me see what spring is like
On Jupiter and Mars”
Aquella canción escrita quince años antes por Bart Howard, y popularizada en la versión de Frank Sinatra de 1964, iba a poner la banda sonora de una de las aventuras más extraordinarias de la historia de la humanidad: la llegada del hombre a la Luna el 20 de julio de 1969.
El vuelo del Apolo 11 comenzó cuatro días antes en el centro espacial de Cabo Kennedy (Florida), de dónde despegó propulsado por el cohete Saturn V. A bordo viajaban tres astronautas: el comandante Neil Amstrong, Edwin (Buzz) E. Aldrin Jr. y Michael Collins. Ninguno de ellos había cumplido por entonces los 40 años de edad, aunque todos estaban cerca. Menos próximo de la Tierra (a 384.000 kms. de distancia) estaba aquel satélite que había formado parte del imaginario de la raza humana desde sus albores, tan presente, tan evocador, tan misterioso ¿tan inalcanzable?
Alcanzar la Luna, desvelar sus secretos, era un viejo sueño de los seres humanos que los avances tecnológicos del siglo XX permitieron que poco a poco dejase de ser una quimera. Durante aquella centuria Estados Unidos se había convertido en un gigante tecnológico, a ojos del resto de sus congéneres. Un país de inventores, que durante la Segunda Guerra Mundial había logrado fabricar la bomba atómica y desarrollar la tecnología del radar, entre otros avances que tuvieron una repercusión directa sobre el curso de aquel conflicto bélico. Un país que poco después, a consecuencia del pulso que mantuvo con la Unión Soviética en el marco de la Guerra Fría, puso los pilares de la denominada Big Science (“big money, big equipement, and big teams”), ante la convicción de que la primacía científica y tecnológica era una garantía para el bienestar de la nación, para su seguridad y para su hegemonía internacional. Esa Big Science había sido fundamental para agrupar a industrias, universidades, colleges y centros independientes en la resolución de grandes desafíos científico-tecnológicos, como había demostrado el Stanford Industrial Park, precursor del Sillicon Valley, y la red de compañías de alta tecnología que gravitaban en torno a los laboratorios del Massachusetts Institute of Technology-MIT.
El lanzamiento en 1957 del satélite soviético Sputnik I, adelantándose a los norteamericanos, puso en cuestión el liderazgo en la vanguardia científico-técnica que Estados Unidos había ejercido hasta entonces. El impacto de aquel suceso contribuyó a ensalzar el modelo comunista, y generó sorpresa y alarma entre la opinión pública del país americano. Si en 1949 la URSS había sido capaz de romper con el monopolio nuclear de Estados Unidos ahora se les estaban adelantando en la carrera espacial. La respuesta de la administración presidida por Dwight D. Eisenhower fue la aprobación de la National Defense Education Act, inyectando más recursos para formación e investigación en una serie de áreas esenciales para la defensa nacional, junto a la creación de la National Aeronautics and Space Administration- NASA. Las investigaciones en campos como la aeronáutica o la electrónica recibieron un fuerte impulso, que también afectaría a otros ámbitos como la ciencia de materiales. En 1958 se puso en órbita el Explorer I, precedido por el desarrollo de la serie de cohetes Júpiter.
Con la llegada de John F. Kennedy a la Casa Blanca a principios de los años 60, el compromiso gubernamental con la carrera espacial se intensificó más todavía, convirtiéndose en el transcurso de aquella década en el principal escaparate de la competición por el liderazgo científico mundial con la URSS. En 1961 el cosmonauta soviético Yuri Gagarin realizaba la primera órbita alrededor de la Tierra con la nave Vostok I. Menos de un año después otro astronauta americano, John Glenn, repetía la hazaña a bordo de la cápsula Mercury. Los dos presidentes demócratas de aquella década (Kennedy y luego Lyndon B. Johnson) mantuvieron el “pulso espacial” con la Unión Soviética, que tenía su correlato en términos de orgullo nacional, y votos, en suelo americano. A comienzos de 1962 Estados Unidos había puesto en el espacio más de 60 artefactos por tan solo 15 de la URSS, entre ellos satélites que circunvalaban la Tierra con funciones que abarcaban el estudio de la composición de la atmósfera, las radiaciones solares, la meteorología, las telecomunicaciones, la observación militar y civil, la localización de recursos naturales, o la ayuda a la navegación marítima y aérea.
El programa Apolo se convirtió en la estrella de esa carrera espacial, animado por la fuerte carga mediática que tenía el hecho de lograr ser los primeros en pisar la superficie de la Luna, una meta que el presidente Kennedy se fijó para antes de que concluyera la década. No fueron pocos los percances y retos que hubo que superar, algunos trágicos como el incendio que se produjo en enero de 1967 en la capsula espacial del Apolo 1 y que ocasionó la muerte de los astronautas Gus Grissom, Ed White y Roger Chaffee. Todo ello contribuyó todavía más a la gran expectación que generó el viaje del Apolo 11. Millones de personas del mundo entero contemplaron en sus televisores la estela de fuego del cohete proyectarse hacia el espacio y el paseo que protagonizaron Armstrong y Aldrin tras alunizar con éxito con su módulo lunar (Eagle).
Las palabras de Armstrong al convertirse en el primer hombre que pisó la Luna pasaron a la historia (“That’s one small step for man, one giant leap for mankind”), al igual que la imagen de Aldrin plantando la bandera norteamericana en el suelo lunar. También llegaron a millones de hogares las imágenes de cráteres, piedras y polvo que vieron los astronautas durante las dos horas y media que permanecieron allí recogiendo muestras, o su liviana forma de desplazarse por aquella superficie con menor gravedad que la terrestre. Ocho días después de salir de la Tierra, el 24 de julio, el mundo asistía emocionado al retorno de aquellos astronautas, con la reentrada de su módulo de mando (Columbia) en la órbita terrestre y su rescate en el océano Pacífico por el portaaviones USS Hornet. La gesta quedó grabada en la memoria colectiva de la humanidad. Durante los tres años siguientes Estados Unidos envió otras cinco misiones tripuladas Apolo a la Luna (la última fue el Apolo 17).
Las antenas que captaron la señal del Apolo 11 y transmitieron al resto del planeta las imágenes iniciales de aquel histórico paseo lunar fueron las de la estación Honeysuckle Creek, cercana a Canberra (Australia), pasando luego a emplearse la señal del observatorio Parkes en el mismo país. Ambas instalaciones formaban parte del Deep Space Network (Red del Espacio Profundo), que sirvieron de apoyo a la misión del Apolo 11 durante todo el viaje de ida y vuelta. También pertenecían a esa red y tuvieron un destacado papel en aquella gesta las instalaciones del Madrid Deep Space Communications Complex en Robledo de Chavela (España).
La ubicación en España de estaciones de seguimiento y comunicación con vehículos espaciales se inició tras un acuerdo bilateral suscrito con Estados Unidos en marzo de 1960, por el cual se cedieron a la NASA los terrenos y los derechos de paso necesarios para el establecimiento y funcionamiento de una instalación de esas características en el extremo sur de la isla de Gran Canaria (Maspalomas). La dotación de infraestructuras y equipo para esa estación corrió a cargo de Estados Unidos. La NASA y el Instituto Nacional de Técnica Aeronáutica-INTA colaboraron en el intercambio de información y, sobre todo, en la formación científico-técnica recibida por personal español. Maspalomas participó hasta 1969 en 7 vuelos Mercury, 12 lanzamientos del vehículo espacial Géminis y 2 lanzamientos del Apolo. En 1964 se firmó otro acuerdo para construir una nueva estación a unos 47 kilómetros al oeste de Madrid, que formaría parte de un sistema de comunicaciones a escala mundial para facilitar el seguimiento de rutas de telemetría y mando a distancia de programas de exploración lunar y planetaria, y de vuelos espaciales tripulados y no tripulados. De esa forma, la estación de Robledo de Chavela (junto a las subestaciones de Cebreros y Fresnedillas) participó en los proyectos Pioneer 7, Surveyor 7, Lunar Orbiter 5, Pioneer 9, Apolo 6, 7 y 8 y, finalmente, en el Apolo 11, ganándose un lugar en aquella página de la historia que llevó al primer hombre a la Luna.
En agradecimiento a esa cooperación, los protagonistas de aquella aventura visitaron España en octubre de aquel año, en una de las escalas del largo periplo que les llevó por veinticuatro países. Su paseo en coche descubierto por las calles de Madrid no dejó de rememorar el realizado diez años antes por el presidente Eisenhower, aunque en este caso el motivo del viaje tuviera otro carácter. Además del baño de masas que recibieron a lo largo de su recorrido público, los astronautas norteamericanos fueron obsequiados con tres trajes de luces que les entregaron los espadas Antonio Bienvenida, Paco Camino y Santiago Martín «El Viti». Sabor local: ¡Olé astronautas!
Escrito por Lorenzo Delgado Gómez-Escalonilla, investigador científico del Instituto de Historia, CCHS-CSIC, doctor por la Universidad Complutense de Madrid. Entre sus líneas de investigación destacan: las relaciones internacionales de España en el siglo XX, la acción cultural exterior de España y la diplomacia pública de Estados Unidos hacia Europa.