La tentación de matar al mensajero cuando trae malas noticias o no cumple su tarea a plena satisfacción es muy común en la historia. Y algo así sucede con cierta frecuencia en relación con la ONU, que hoy celebra el septuagésimo cuarto aniversario de su creación. Sea porque tantas veces su secretario general no va más allá de una muestra de preocupación o de una petición de contención –olvidando su escasísimo margen de maniobra personal– o porque el conjunto de la organización o alguno de sus órganos más significativos no logran prevenir la violencia o ponerle fin –atrapada en un modelo desequilibrado de toma de decisiones que depende demasiado de la voluntad política de algunos Estados miembros–, surgen con demasiada frecuencia opiniones que apuntan directamente a su eliminación.
Pero por comprensibles que puedan resultar en principio esas opiniones, quienes las expresan parecen olvidar que la alternativa es la ley de la jungla, en la que el más fuerte podría imponer su dictado sin freno alguno. Con todas sus imperfecciones –derivadas del hecho de que constituye el mínimo común denominador de la voluntad política de sus miembros– es elemental entender que es lo mejor que hemos logrado juntos en un determinado contexto histórico, para regular las relaciones internacionales con el objetivo central de evitar el flagelo de la guerra a las generaciones futuras.
La ONU es imprescindible. Necesita, desde luego, una profunda reforma que, desgraciadamente, se retrasa desde hace mucho tiempo. Y eso incluye no solamente dotarla de un mayor presupuesto, sino también replantearse sus procesos de toma de decisiones y la composición de muchos de sus órganos y agencias. Asimismo, es preciso mejorar sus mecanismos de coordinación interna para lograr impactos positivos, a partir de una lógica que entienda que no puede haber desarrollo sin seguridad, no puede haber seguridad sin desarrollo y no puede haber ninguno de ambos sin el respeto pleno de los derechos humanos.
Son los Estados miembros los principales responsables de la generalizada insatisfacción con la situación actual, pero también la sociedad civil tiene que activarse para presionarlos positivamente, con la vista puesta en la imperiosa necesidad de contar con un organismo capaz de llevar a la práctica lo que Kofi Annan planteó, ya en marzo de 2015, al hablar de un concepto más amplio de libertad: hacer del desarrollo, la seguridad y los derechos humanos los tres pilares principales de un nuevo orden internacional.
Escrito por Jesús A. Núñez Villaverde (@susonunez) , codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH). Economista y militar retirado, es especialista en temas de seguridad, construcción de la paz y prevención de confictos, con especial atención al mundo árabo-musulmán. Dentro del ámbito de la construcción de la paz y la prevención de conflictos violentos es consultor del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.