Cuando la empresa de investigación de mercados y análisis de datos YouGov preguntó en 2020 al público estadounidense por su película navideña favorita, dos cosas quedaron confirmadas: que La jungla de cristal es ya a todos los efectos un clásico festivo, y que las comedias familiares basadas en el slapstick (¡Socorro! Ya es Navidad, Solo en casa) y los melodramas sentimentaloides (Qué bello es vivir, De ilusión también se vive) constituyen el grueso del corpus navideño. Más allá de las tendencias dominantes, las últimas décadas de cine estadounidense han demostrado que la narrativa de la Navidad como época de autodescubrimiento y ensueño, de hacer balance y nuevos propósitos mientras nos entregamos al consumismo más desacomplejado, proporciona un interesante telón de fondo para relatos atrevidos.
Quizás el subgénero navideño más productivo sea el de las parejas (habitualmente, en crisis). En Eyes Wide Shut resulta difícil distinguir si el drama psicosexual y los deseos sin consumar acarrearán la desintegración del matrimonio Harford o le insuflarán nueva vida, como sugiere el diálogo final. La naturaleza onírica del relato se acrecienta gracias a la sensación de irrealidad que proporciona una iluminación basada en los omnipresentes ornamentos navideños de calles y apartamentos. En una línea similar, el clímax de El hilo invisible, historia de masculinidad tóxica, pulsiones sadomasoquistas e hiperproductividad, acontece en una fiesta de nochevieja rodada dos veces: la primera, como confrontación (el genio entregado a su trabajo niega a su compañera el goce del baile); la segunda, como ensoñación (el artista se somete a la voluntad –juegos tóxicos mediante– de su esposa).
Como reverso amable del subgénero, varios productos recientes protagonizados por parejas homosexuales buscan darle un giro queer al cine romántico y navideño, tan intrínsecamente cisheteronormativo. En La estación de la felicidad seguimos los intentos de una lesbiana en el armario, Harper, por evitar que su familia descubra que su compañera de piso, Abby, es en realidad su novia. El desarrollo sigue a rajatabla los pasos de la comedia shakespeariana, trasladada a la Navidad estadounidense blanca y pudiente: una pareja de jóvenes amantes, temporalmente separados a causa del entremetimiento de la generación anterior, se reúne en un final feliz en el que las identidades ocultas salen a la luz y el amor reina.
Lo que convierte en tortuoso el trayecto es el continuo acoso homofóbico que sufre Abby, no solo por parte de los padres de Harper (empeñados en que su hija acepte volver con su novio del instituto), sino de su propia novia. La sucesión de humillaciones –entre las que verse desplazada al sótano de la casa familiar no resulta la más sutil– desemboca en un final feliz tan esperable como precipitado y falso, de esos que Douglas Sirk llamaba ‘salida de emergencia’. En la escena final, exenta de cualquier atisbo de ironía, la pareja disfruta de un pase de Qué bello es vivir, mitificada carta de amor al conformismo, la familia tradicional y el statu quo.
Al igual que el clásico de Capra, Soltero hasta Navidad exalta la idea de small-town America, representada por el pueblo de New Hampshire de donde es originario Peter, en contraposición a Los Ángeles donde trabaja y comparte piso con su mejor amigo, Nick. En este caso, la familia de Peter actúa a un tiempo de enemiga y de aliada: mientras su madre le organiza una cita a ciegas con el gay del pueblo, sus sobrinas conspiran para que surja el amor entre Peter y Nick. En el fondo, la exigencia es semejante a la sufrida por Harper: en la América consumista y tradicional, resulta inconcebible volver a la casa familiar sin la compañía de una pareja a quien agasajar de regalos.
El acierto de esta cinta implica también su principal lastre: Soltero hasta Navidad evita problematizar la identidad sexual y opta por mostrar una burbuja donde absolutamente todos los personajes son felices y se desviven para que los demás lo sean. En este mundo de privilegio material y sospechosa armonía, la homofobia o el racismo parecen fenómenos de otro tiempo. (Peter es blanco, Nick es negro; resulta tentador imaginar lo que Jordan Peele podría idear partiendo de la premisa de Soltero hasta Navidad. Aunque quizás esa película ya exista).
Estos dos filmes (pretendidamente) queer representan una oportunidad perdida para subvertir las políticas sexuales y de género de la rom-com navideña, pues recurren a la trampa de cambiarlo todo para que todo permanezca igual: la noción del amor romántico que presenta al individuo soltero como incompleto tiene aquí particular fuerza, en un contexto en el que el conflicto social se reduce a una confrontación individual que, con buenas intenciones, puede verse fácilmente superada. Que se vendan como películas bienintencionadas no hace sino contribuir a que su discurso conservador conforte a las audiencias tanto como un chocolate caliente la mañana del 25 de diciembre.