Me preguntan mis queridos amigos del Instituto Franklin en este 4 de julio por la presencia española en la Guerra de la Independencia norteamericana y, en su caso, la contribución de nuestra nación al nacimiento de los Estados Unidos. Déjenme que les responda con una relación de siete nombres: Winston Churchill, Raoul Wallenberg, William y Hannah Penn, Teresa de Calcuta, Lafayette y Kazimierz Pułaski. Esta enumeración comprende siete de los ocho únicos ciudadanos no estadounidenses en la historia que, poseedores de un mérito excepcional, han sido declarados ciudadanos honorarios de los Estados Unidos por una ley del Congreso o mediante proclamación emitida por el presidente de aquel país. El octavo pasajero de esta privilegiada lista es un español, a quien no pocos historiadores atribuyen el verdadero rol liberador de los colonos rebeldes: Bernardo de Gálvez, epítome de la extraordinaria incidencia española en independencia de las Trece Colonias.
Qué duda cabe que el Conde de Aranda y Benjamín Franklin mantuvieron una densa correspondencia de la que el embajador español en París concluyó que, expulsando a los ingleses, España y la nonata nación quedarían como las dos únicas potencias sobre América del Norte. Con la declaración de Independencia del 4 de julio de 1776, España mantuvo una apariencia de neutralidad durante los tres primeros años; trienio sin embargo, durante el cual, fue absolutamente crucial la contribución de otro español, el bilbaíno Diego María Gardoquí, que contaba con experiencia en el contrabando de harina entre Filadelfia, España y la provincia de Cuba, empleando su consolidada red a la hora de introducir clandestinamente mercancías para que los cargamentos de armas destinados a las mesnadas españolas acabasen en manos de los revolucionarios norteamericanos. Gardoquí, otro juguete roto de la historia arrumbado por ese autodesprecio tan castizo, fue invitado personalmente por Washington a su proclamación como presidente y nombrado primer embajador español en los Estados Unidos.
En cualquier caso, la figura de Gálvez se yergue indiscutiblemente en la contribución española a la independencia americana. Cuando Carlos III declaró oficialmente la guerra a Inglaterra, se puso personalmente al mando del ejército español, remontando el río Mississippi para combatir junto a los sediciosos en un recorrido triunfal (Bute, Alabama, Baton Rouge, Natchez) que le llevó a dominar no sólo la cuenca baja del Mississippi, sino todo su inmenso valle, desactivando así los planes ingleses de atacar desde Canadá.
Sin embargo, su sublimación como héroe legendario aún estaba por llegar. Penzacola, capital de la Florida Occidental, se protegía con el fuerte Red Cliffs, artillado por cañones que barrían su abra, impidiendo cualquier conato de desembarco. El 18 de marzo de 1781, tras muchos intentos frustrados de la armada española, Gálvez se embarcó solo en el bergantín Galveztown, y, situado en el alcázar, de pie, mandó que se arbolase la insignia de su grado y que se disparasen los quince cañonazos del saludo reglamentario para que el ejército, la escuadra y la guarnición del fuerte enemigo no albergaran dudas de quién navegaba a bordo. El Galveztown se hizo a la vela, seguido de dos lanchas cañoneras y de una balandra, avanzando por el canal de entrada a la bahía. Los artilleros apostados en Red Cliffs abrieron fuego graneado, atravesando velas y jarcias, sin que ello impidiera al velero adentrarse en la rada, seguido de las demás naves. Este ejemplo de insensato arrojo – Carlos III le autorizó a poner por timbre en su escudo de armas el bergantín Galveztown con el lema Yo Solo– determinó que el día siguiente se verificase la entrada del resto de la escuadra. El 9 de mayo, tras un largo sitio, los ingleses rendían a las fuerzas del rey Carlos III los fuertes y la plaza de Penzacola, recobrando así la Florida Occidental y despejando el golfo de México de posesión británica alguna.
En cualquier caso, y a pesar de la decisiva intervención española en la contienda, España y los incipientes Estados Unidos nunca fueron en puridad aliados, como sí lo fueron españoles y franceses. A los revolucionarios le interesaba que hubiera un frente en el sur para debilitar a Gran Bretaña, de ahí que conviniera que un Gálvez guerreara, pero no venciera. De hecho, la gesta del malagueño inquietó a muchos líderes norteamericanos, no en vano, luchaban contra la metrópoli para obtener su independencia y las conquistas españolas, aumentándose con ello notablemente el territorio español en el continente norteamericano, no era la mejor manera de iniciar un camino de autonomía política.
La ciudad y el condado de Galveston, en Texas, la localidad de Galvez y la Parroquia de St. Bernard, ambas en Luisiana, además de decenas de calles, plazas y estatuas, nos recuerdan hoy que una parte muy importante de la libertad que se celebra el 4 de julio, lo es merced a un español de Macharaviaya.