“Hagan juego, la suerte está echada”, es la recurrente coletilla utilizada por los croupier cuando, una vez determinada la casilla premiada en la ruleta, se admiten nuevas apuestas para la siguiente jugada. Esa misma frase bien pudiera utilizarse en el panorama de las primarias norteamericanas, pues el pasado martes –popularmente conocido como “mini-supermartes”- tanto Joe Biden como Donald Trump alcanzaron el número de compromisarios necesarios para garantizarse la nominación en la carrera presidencial durante las convenciones de sus respectivos partidos.
Cierto que se presentaban a este “mini-supermartes” como candidatos únicos, pues tanto la republicana Nikki Haley como el demócrata Dean Phillips habían anunciado previamente su retirada; tan cierto como que el resultado ha sido el previsto incluso antes de comenzar el período de primarias en enero. Trump ni tan siquiera tuvo la deferencia de presentarse a los debates televisivos, en cuanto a los demócratas el (pre) candidato del clan Kennedy, Robert F. Kennedy, decidió retirarse en octubre al entender que no tenía oportunidad alguna de alcanzar la nominación enfrentándose a la previsible candidatura del actual presidente con el apoyo del aparato del partido.
No me aventuraré a formular vaticinio alguno siendo Donald Trump uno de los contendientes -en honor a la verdad tan solo tuve éxito al pronosticar su derrota en las presidenciales de hace cuatro años cuando para todos era el favorito-. Sin embargo, si resulta posible conjeturar sobre las razones que han posibilitado la atípica nominación de ambos candidatos en plena senectud y, por qué no, con los condicionantes que previsiblemente marcarán el desarrollo y resultado final de esta campaña de presidenciales. Campaña presidencial que oficialmente se iniciará para los republicanos en julio tras la referida convención en Milwaukee, y un mes más tarde para los demócratas en Chicago, pero que siendo maximalistas se puede decir que comenzó en el mes de noviembre de hace 4 años, con la negativa del todavía entonces presidente a aceptar el resultado.
Nikki Haley fundamentó su campaña de primarias en la máxima de que Donald Trump es el único candidato republicano a quien puede vencer Joe Biden. El tiempo dirá si tenía o no razón, pero tal premonición no resulta alocada y se estructura en una sólida y lógica argumentación. ¿Si Biden logró vencerle ocupando el republicano la presidencia, qué impedirá una nueva derrota? Durante estos cuatro años Trump ha actuado como si de un candidato in pectore se tratara –y el tiempo le ha dado la razón-, pero sus actuaciones no han ido más allá de proclamar a los cuatros vientos que sufrió un robo electoral y desfilar un mes sí y al siguiente también por distintos juzgados estatales y federales para enfrentarse a un total de 91 cargos en su contra. Con tal nómina en su haber, ¿cuántos votantes que no le apoyaron en 2020 le darán ahora su confianza?
Similar razonamiento al de Haley debieron proyectar los demócratas que durante los últimos 4 años no han sabido, podido, o querido, preparar un nuevo candidato más allá de la fallida vicepresidenta Kamala Harris, quien en ningún momento destacó –o la dejaron destacar- como activo político del partido. No obstante, esta apuesta Biden también resulta tremendamente arriesgada, pues tanto su estado físico –en algún medio norteamericano se ironizaba con la similitud de sus andares y los de un bebé con pañales-, como los continuos deslices memorísticos invitan a cuestionar su capacidad para ser comandante en jefe del ejército más poderoso del mundo y gobernar un país con casi 350.000.000 de habitantes.
El resultado final dependerá en buena medida de la capacidad de los candidatos para activar a los votantes de su propio partido. Si Trump logra atraer ese 30% de voto republicano más moderado que apoyó a Haley –quien todavía no le ha ofrecido oficialmente su apoyo- tendrá posibilidades de alzarse con la victoria. Las mismas posibilidades que tendrá Biden si logra movilizar tanto los críticos con su gestión en asuntos internaciones situados a su izquierda, como a los edadistas preocupados por su capacidad de liderazgo.