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Pánico demócrata tras la penosa intervención de Biden

DA -JAG - 2024 DEBATE

Los debates presidenciales en Estados Unidos forman parte intrínseca del proceso electoral presidencial pese a no estar regidos constitucionalmente. Tal es así que en 1988 demócratas y republicanos acordaron la creación de la CPD (Commission on Presidential Debates) con el fin de regularlos y organizarlos. El que se celebró en la noche de ayer jueves entre el presidente Biden y el candidato in pectore Donald Trump ha sido uno de los más esperados pese a no haber sido convocado por la CPD, que sí había programado anteriormente 3 debates ahora cancelados. ¿El motivo? Ni Biden ni Trump cumplen la normativa al no disponer todavía de la nominación oficial de sus respectivos partidos, pese a contar con suficientes delegados, al no haberse celebrado las preceptivas convenciones nacionales (republicanos: 15-18 julio, Milwaukee; demócratas: 19-22 agosto, Chicago).

Esta singular alteración temporal fue una de las exigencias demócratas; hubo otras, como que se realizara sin público, o que los micrófonos fueran desconectados cuando el candidato no estuviera en posesión de la palabra para evitar interrupciones como en el 2020 —Trump interrumpió 71 veces a Biden; Biden 22 a Trump—. Este formato parecía ser beneficioso para las pretensiones demócratas en su intento por evitar los ya habituales errores de su candidato y, sin embargo, terminó resultando perjudicial para ellos, pues propició una imagen moderada y comedida de Donald Trump al tiempo que obstaculizó su natural vehemencia que genera rechazo y disgusto entre los republicanos más moderados. Tampoco ayudó al actual presidente el formato elegido por la cadena con dos cuadros de vídeo unidos de forma que el espectador veía al mismo tiempo la intervención de uno de ellos y la reacción del contendiente. Los televidentes dispusieron de 90 minutos para comprobar cómo las facultades físicas y mentales del candidato republicano eran muy superiores a las del demócrata, siempre dubitativo, tremendamente envejecido y, en ocasiones, con mirada extraviada y gesto perdido.

Precisamente de eso iba el debate de ayer. El interés que suscitó poco o nada tenía que ver con exponer y contrastar las distintas propuestas políticas relativas a la emigración, la economía, aspectos sociales como el derecho al aborto, o la política exterior, sino de comprobar si el actual presidente resulta física y mentalmente idóneo para liderar la nación más poderosa del mundo. En el actual panorama de polarización social eso era lo único que debía demostrar Joe Biden; por desgracia para los intereses demócratas, la imagen que ayer nos transmitió propicia lógicas dudas y serios interrogantes sobre su capacidad de liderazgo. Tal es así que entre las filas demócratas parece haber cundido el pánico y la opción de presentar un candidato alternativo cobra cada vez más fuerza. No es esta una iniciativa novedosa surgida tras el pobre resultado de ayer. A finales del año pasado se especulaba con la candidatura de Michelle Obama, y los nombres de Gavin Newsom —gobernador de California— o Gretchen Whitmer —gobernadora de Michigan— suenan desde hace meses como posibles alternativas (paradójicamente, la vicepresidenta Kamala Harris, “sustituta” natural, no entra de momento en ninguna quiniela). Un movimiento de tamaña envergadura, a pocos meses del 5 de noviembre, resultaría tan complejo como arriesgado. Formalmente no plantearía ningún problema legal, pues la convención de Chicago pudiera ser declarada como “Open Convention” al estilo de aquellas a comienzos del XIX, pero más allá de contar con la necesaria aquiescencia del protagonista (probablemente fuera más acertado decir de la aquiescencia de la Primera Dama Jill Biden) se necesitaría un/a candidato/a único/a y consensuado por todo el partido.

Asumiendo lo obvio, que Biden perdió el debate por sus continuas vacilaciones que contrastaban poderosamente con imagen resolutiva y segura de Trump, la pregunta tiene que ver con su traducción en la intención de voto. Me cuesta creer que la cuestionable actuación del presidente tenga consecuencias electorales en California o Nueva Inglaterra, que continuarán votando demócrata, de igual forma que por penosa que pudiera ser una intervención del republicano se cambie el color político de Texas o el Medio Oeste. La clave, desde mi punto de vista, continúa estando en los estados de Michigan, Wisconsin, Pensilvania, Georgia, Nevada, y Arizona, como ya expresé en un anterior artículo.

Si lo acontecido anoche tiene un reflejo determinante en las encuestas electorales de los referidos estados —antes del debate ambos tenían empate técnico, con Pensilvania y Georgia favorables a Biden, y el resto decantándose por Trump—, el salto de “preocupación” a “pánico” que ahora se ha producido, podría escalar al nivel de “terror” y, a partir de ahí, podría ocurrir incluso algo tan inverosímil como peregrino: la sustitución del candidato presidencial a menos de 100 días de las elecciones.

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