Ha sido casualidad que los dos primeros contagios de Ébola fuera de África hayan sido en Estados Unidos y en España. Ha sido también fatalidad que ambas enfermas, dos sanitarias que atendieron a sendos pacientes procedentes del continente africano, se contagiaran por un fallo en el protocolo de prevención establecido por sus gobiernos. Está claro que ningún país, por muy desarrollado que sea, está libre de esta destructiva enfermedad.
La humanidad ha sufrido a lo largo de su historia plagas de dimensiones apocalípticas. Desde la peste negra, pasando por la “Spanish Flu” hasta la más reciente, el SIDA. Todas han sido superadas gracias al desarrollo de investigaciones de científicos que, arriesgando su propia vida, buscaron cómo servir mejor al género humano inmunizándolo, controlando la expansión de infinidad de enfermedades, o convirtiendo en crónicas esas dolencias. No cabe duda que con el ébola ocurrirá lo mismo. En pocos meses tendremos las primeras vacunas contra esta enfermedad que, que sepamos, ha causado la muerte a más de 4.000 personas en África. La malaria, otra de las grandes plagas que amenazan al ser humano, acaba en un solo año con cerca de medio millón de almas. El 90% de ellas en África. Lo que es curioso de verdad es que una enfermedad venial en el mundo desarrollado como es la diarrea mate a 1.5 millones de niños cada año. Más que el ébola y la malaria combinadas. Y, nuevamente, la mayoría en África. ¿No estamos, quizás, sufriendo una paranoia colectiva en Estados Unidos y Europa –y aquí en España todavía más–, ante lo desconocido del ébola?
Las imágenes del personal sanitario embutido en aparatosos trajes de contención que hemos ido viendo desde la aparición del brote de ébola en los países del África Occidental habían causado pavor en nuestro, hasta entonces, protegido mundo desarrollado. Esta enfermedad altamente contagiosa nos parecía muy lejana, por lo que, más allá de lo que nos decían los noticiarios, poca o ninguna atención habíamos prestado a pie de calle a la tragedia que se estaba y está viviendo en Sierra Leona, Liberia y Guinea. Al producirse el primer contagio fuera de África, aquí en España, el interés del primer mundo por la evolución de la enfermedad se ha convertido no ya en primera página, sino en el centro de las conversaciones de todos sus ciudadanos. Una histeria colectiva que se ha acrecentado por la inexperiencia de los gobiernos para hacer frente a este tipo de situaciones. Máxime cuando, tanto en EE.UU. como en España, por poner dos ejemplos, los recortes presupuestarios consecuencia de la crisis económica han reducido a testimoniales las medidas y los recintos para luchar contra enfermedades de riesgo.
Tanto el gobierno español como el estadounidense dicen estar definitivamente preparados para evitar la expansión de la epidemia. No se puede ni debe dudar de su sinceridad cuando realizan estas afirmaciones. Las condiciones sanitarias en las que, de producirse más contagios, se encuentran los enfermos en el primer mundo distan mucho del día a día al que se enfrentan los afectados en los países africanos. Cuando la OMS dice que para diciembre es posible que se diagnostiquen 10.000 nuevos casos de ébola a la semana, no se refiere a los EUA o a Europa. Están hablando del tercer mundo. Los afortunados de este planeta nos hemos acostumbrado a vivir pendientes del IBEX o el Dow Jones, de la prima de riesgo, de la inflación, de la deflación o de la tasa de paro. Nos hemos olvidado de la salud, protegidos como estamos por servicios sanitarios capaces de destinar, pese a los recortes, un hospital entero al cuidado de los casos iniciales de ébola detectados en el primer mundo. En África no les inquieta la subida o bajada de los tipos de interés. Allí se teme al ébola pero también al SIDA, la diarrea, el cólera o el paludismo. Dependiendo donde uno nace, tiene sus prioridades.