España y Estados Unidos: paisaje después de la vacuna

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Decía Lenin que “hay décadas en las que no pasa nada y semanas en las que pasan décadas”. Este es uno de esos momentos en los que la historia se ha acelerado.

Según los datos de la Organización Mundial de la Salud, cada año mueren unos siete millones de personas debido a la contaminación atmosférica, el doble que el número de fallecidos desde el inicio de la pandemia hace más de un año. Mientras que los esfuerzos por acabar con la contaminación son muy reducidos, la lucha contra la COVID-19 a través de las vacunaciones masivas ha sido extraordinaria.

En diciembre de 2020, diez meses después de declarada oficialmente la pandemia, cuando se supo que podrían comercializarse algunas vacunas frente la COVID-19, varios estados habían comprado por adelantado más de 10 000 millones de dosis de vacunas.

El 8 de diciembre se administró en Reino Unido la primera vacuna del mundo. El 14 de ese mes, una enfermera de un hospital de Nueva York recibió la primera vacuna contra la COVID-19 que se administró en el país. El 27 de diciembre, Araceli, una mujer residente en Guadalajara, fue la primera persona vacunada en España.

Como puede verse en la Gráfica 1, Estados Unidos, con un 51 % de personas vacunadas a 31 de mayo, está en el grupo de cabeza de los países que, por diferentes razones, han administrado mayor número de vacunas. Por su parte, España, con un 38,4 %, está en la media de los países de la UE.

El esfuerzo de todas las naciones se dirige ahora a alcanzar la deseada inmunidad de grupo, lo que significa vacunar entre el 60 % y el 90 % de una población determinada. A pesar del ritmo de vacunación, ese objetivo que, según el barómetro del CIS de abril, parece relativamente fácil de conseguir en España, se enfrenta en Estados Unidos con el negacionismo antivacunas de importantes sectores de la población, mucho más numerosos allí que en Europa.

La inmunidad de grupo es precisamente lo que está en riesgo en Estados Unidos. Aunque la utopía del presidente Biden aspira a que siete de cada diez estadounidenses estén vacunados para el 4 de julio, el país se enfrenta con la distopía de los negacionistas de la vacuna, por lo que el desafío de la Casa Blanca no está tanto en la logística o en la distribución, sino en las acciones para convencer a los menos entusiasmados con la idea del pinchazo.

Si a mediados de abril se administraban tres millones de dosis diarias, a 30 de mayo ese número estaba por debajo de los dos millones. A estas alturas, cuando faltan menos de dos meses para la fiesta nacional, el ritmo de la campaña de vacunación cayó un 43 % en la última quincena de mayo.

Como ocurre con muchos asuntos que dividen a la sociedad estadounidense, el mapa de estados que manejan buenas cifras de vacunación y el de los que están por debajo de la media nacional se superpone casi a la perfección con el reparto electoral entre demócratas y republicanos, respectivamente (Figura 2). Mientras que en Vermont y Massachusetts el porcentaje de vacunados supera el 60 %, en el sur, en Alabama, Luisiana o Misisipi, la cantidad de personas vacunadas apenas ronda el 35 %.

El movimiento antivacunas tiene un brazo político. Los tuits de Donald Trump son buen ejemplo de ello. El 40 % de los miembros del partido republicano se oponen a vacunarse contra la COVID-19. En Preventing the Next Pandemic: Vaccine Diplomacy in a Time of Anti-Science, Peter Hotez, director del Centro para el Desarrollo de Vacunas del Hospital Infantil de Texas, explica el auge del movimiento antivacunas en Estados Unidos, que convirtió en falsa “libertad sanitaria” el Tea Party, la rama radical del partido republicano.

El éxito de los movimientos antivacunas se sustenta en el agresivo proselitismo dirigido a grupos susceptibles, como los emigrantes, los judíos ortodoxos o las minorías, incluyendo los afroamericanos. En sus comunicaciones comparan las vacunas con el holocausto o a experimentos antiéticos, como el estudio Tuskegee, realizados con personas de color.

No es fácil convencer a los negacionistas. Hay tres grupos dentro del movimiento antivacunas: quienes dudan, quienes se resisten y quienes rechazan la vacunación. Mientras que los que dudan o se resisten aceptan ser informados y cambiar de opinión, los integrantes del tercer grupo se niegan a considerar información sobre la vacuna, defienden premisas falsas de conspiraciones sin base y prefieren prácticas médicas alternativas. No se vacunarán. Será imposible convencerles de lo contrario.

En la línea de incentivar a los que dudan o se resisten por desgana, han surgido iniciativas de lo más variopinto. Entre las más divertidas está el “vacunabús” presentado por la ciudad de Nueva York, una especie de “partybus que te dará inmunidad contra una pandemia mundial”, dijo la congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez en Twitter para motivar a la gente a vacunarse.

Mientras tanto, la Casa Blanca sabe que la situación privilegiada de Estados Unidos es vista con rechazo en muchas partes del mundo en las que las vacunas escasean y los fallecidos crecen. En ese contexto, la Administración Biden anunció el pasado 6 de mayo que apoyará una suspensión de las patentes de las vacunas contra el coronavirus.

La práctica totalidad de los países se subieron al carro, mientras que las acciones de las farmacéuticas caían en las bolsas de valores. Pero, en plena batalla, ¿quién demonios se preocupa ahora de los Gordon Gekko de Wall Street?

 

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