Es muy probable que tanto en Estados Unidos como en España, para el gran público, la figura de Washington Irving (1783-1859) esté ligada a la leyenda de Sleepy Hollow, el jinete sin cabeza, y a Ichabod Crane (interpretado en el cine de Tim Burton por un omnipresente Johnny Depp). Sin embargo, el gran escritor norteamericano, uno de los fundadores de lo que sería la primera literatura norteamericana propia y desligada de la literatura inglesa, fue uno de los primeros viajeros transoceánicos que buscaba en España todo aquello que anhelaba su imaginación impregnada de tópicos románticos. Tras varios viajes por Europa, se instala en Liverpool en 1815 y recorrerá parte del continente registrando en sus sketches, anécdotas y leyendas hasta que, en 1826, realiza su primer viaje a España para estudiar en la biblioteca de El Escorial los documentos pertenecientes al periodo del descubrimiento de América. Será en 1829 cuando realice su viaje hacia el sur, Córdoba, Sevilla (donde investigará papeles en el Archivo de Indias) y ante todo Granada, donde residirá dentro de la Alhambra, compartirá espacio e historias con los habitantes de la misma y compondrá su libro de leyendas más conocido, The Alhambra, que publicará en Nueva York en 1832 y que, bien sea por escasez de otras fuentes de información o por el enorme éxito que cultivó, generará la imagen arquetípica de España en el imaginario colectivo norteamericano que, con variantes, se mantendrá hasta bien entrado el siglo XX.
Los hombres españoles son orgullosos, resistentes, frugales, sobrios, poseen hombría al desafiar dificultades y un desprecio del relajamiento afeminado. En el paisaje de las regiones centrales, “En lontananza se divisa algún pueblecito situado sobre escarpada colina o agrio despeñadero, semejando murallas desmanteladas o ruinosas atalayas; o bien alguna guarida, en tiempos pasados, fortificada en la guerra civil o contra las correrías de los moriscos, pues todavía se conserva entre los aldeanos de muchas partes de España la costumbre de unirse para la mutua protección, a causa de los robos de los vagabundos ladrones«. El paisaje de Castilla es un baldío inmenso pero con una adusta sencillez que proporciona una sensación sublime, con una recua de mulas moviéndose cansadas por la paramera que se asemejaba a una caravana de camellos en el desierto o, en lo alto del cerro, ver la figura del solitario jinete, con trabuco y estilete, al acecho de caminantes o viajeros confiados a los que alegrar el día. Estos adjetivos que, de forma segura, parafrasean las palabras del propio Washington Irving en su capítulo dedicado al viaje en su obra Cuentos de la Alhambra (1832) resumen de forma sencilla la imagen que el país reflejaba en los ojos de este viajero norteamericano hacia los años veinte del siglo XIX.
Irving era un joven burgués de Nueva York, lector de los clásicos, de las leyendas medievales, lector del Quijote que, incluso, cuando se hace acompañar por un mozo en su viaje a Granada lo llamará “Sancho”[1] por ser el escudero de los viajeros que, cabalgando en corceles flacos, recorren las llanuras extensas de Castilla o las montañas infestadas de indómitos bandidos que acechan al viajante. Se aloja en una miserable posada que “está para él tan llena de aventuras como un castillo encantado” [2] y busca en los pastores solitarios, de tez morena y mirada sobria, con sus recuas de ganado, a aquellos musulmanes que dirigirán caravanas por el desierto.[3]
Estos estereotipos ayudarán a otros viajeros hacia España a encontrarse con una tierra muy diferente a la que estaban acostumbrados a pisar en sus naciones de origen. Al fin y al cabo, estos viajeros románticos no iban buscando la verdad literal si no la verdad literaria; aquella que habían leído en las obras de los autores clásicos, desde Don Quijote hasta los grecolatinos, repitiendo adjetivos e incidiendo en ellos más que en los sustantivos. Y es que, desde los tiempos de la conquista romana de la península ibérica (siglo III a.C.) la caracterización de los habitantes de lo que hoy es territorio español ha estado señalada por el carácter rural e indómito de sus habitantes. «Pastores y ladrones», tal y como Paulo Orosio en el Siglo V (pero repitiendo el tópico desde Tácito o Floro mucho antes) calificaba al caudillo lusitano Viriato, son dos de los adjetivos perpetuos que resumen este carácter doliente e indolente de los habitantes de Hispania y que, con diferentes adaptaciones y evolución, sobrevivirán a lo largo del tiempo hasta los viajeros del siglo XIX y XX que, a falta de otras lecturas más cercanas a la realidad, buscaron ese carácter extraordinario de sus habitantes.
Posiblemente, como ha apuntado la profesora María del Mar Serrano, si hiciéramos caso a todas las descripciones de los viajeros que, como Irving, buscaron bandoleros, arrieros armados con trabucos o posadas encantadas en las que vivir mil aventuras (por no hablar de los que buscaron a la Carmen de Merimée en cada una de las mujeres andaluzas) no habría suficientes personajes con tales características en toda la Península.[4]
El mundo de Irving era un mundo inventado a partir de un mundo real, una trasposición a la realidad de las lecturas que alimentaron la imaginación de un joven burgués del otro lado del océano acerca de una tierra maravillosa que se salía de lo que habitualmente conocía. Castillos encantados, hombres rudos y silenciosos, tierras inhóspitas y peligrosas, hermosas mujeres que recorrían las salas de un palacio musulmán en el esplendor de Al Ándalus. “La deliciosa tranquilidad y la belleza del lugar se han combinado para apegarme a él con un hechizo y es probable que no sea capaz de romperlo durante las semanas venideras»[5], escribía el propio Irving en junio de 1829 durante su estancia en la fortaleza. El resultado menor; una obra (Cuentos de la Alhambra) de recopilación e interpretación de las leyendas hispanomusulmanas de la ciudad convertidas en literatura por el viajero estadounidense. Resultado mayor; la creación de un mundo inexistente, el exotismo de la España musulmana transmitida a la América decimonónica, de la España doliente y convulsa por las guerras napoleónicas y la continua decadencia de tres siglos. La imagen de una Edad Media inventada, la invención de un sueño creado por los libros leídos, nos recuerda bastante a ese otro hidalgo de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme.
[1] «Era, sin embargo, fiel, divertido y de buena condición, y ensartaba refranes y proverbios, como aquel flor y nata de los escuderos, el mismísimo afamado Sancho, cuyo nombre le pusimos» (Irving, W. The Alhambra, The Journey).
[2] «Pero ¡qué país es España para un viajero! La más miserable posada está para él tan llena de aventuras como un castillo encantado, y cada comida constituye por sí misma toda una hazaña» (Irving, W. The Alhambra, The Journey).
[3] «Recorriendo estas vastas llanuras, se divisa por aquí y por acullá algún rezagado rebaño o manada guardada por un solitario pastor, inmóvil cual una estatua, con una larga y delgada vara que enarbola hacia los aires a manera de lanza; o ya una larga recua de mulos marchando lentamente a través de la llanura, semejando una caravana de camellos en el desierto; ya un solo labriego armado de trabuco y puñal y vagando por el llano.« (Irving, W. The Alhambra, The Journey).
[4] «La España del siglo XIX parecía poseer, en definitiva, todas aquellas características que el viajero romántico esperaba hallar en su viaje: exotismo en sus habitantes y sus costumbres, irracionalidad en sus creencias y actitudes, exuberancia o grandiosidad en algunos de sus paisajes; y allí donde la España real no podía cubrir todas las expectativas, porque a pesar de todo, formaba parte de Europa, surgía la España inventada que algunos viajeros presentaron, perpetuando imágenes exageradas o, en el peor de los casos, inexistentes. (…) No habían en la España del siglo XVIII y XIX suficientes majos, ni bandidos bastantes para colmar las expectativas de aventuras de los relatores de viaje; no habían tampoco suficientes toreros, ni gitanas, ni era tan grande el número de andaluzas de ojos negros y rasgados que esperase la llegada de un viajero inglés al que rendirse. Hubo que inventarlos.» (Serrano, María del Mar. Viajes y viajeros por la España del siglo XIX.)
[5] Cartas desde la Alhambra – Washington Irving. Edición y traducción de Antonio Garnica Silva. Biblioteca del Patronato de la Alhambra, 2009: 117. Print.