Washington, 18 de enero de 2017. Mientras grupos de trabajadores, empleados municipales y miembros del Servicio Secreto se afanan en tener listo el National Hall para la toma de posesión que tendrá lugar dos días después, la Agencia Nacional Atmosférica y Oceánica (NOAA) emite unos datos muy calientes, los del nuevo récord histórico de las temperaturas registrado el año anterior: 1,1 grados por encima de la era preindustrial. La información recogida por la NASA y la NOAA sitúa el aumento global de las temperaturas a una distancia peligrosamente próxima al «techo» de un aumento máximo de 1,5 grados fijado por el Acuerdo de París.
Al hombre que dos días después se convertiría en el cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos aquello le traía sin cuidado. Él, poseedor de la verdad absoluta y capaz de dar soluciones simples a los problemas más complejos, estaba seguro de lo que había tuiteado en 2012: que el cambio climático era un invento de los chinos para dañar la competitividad de las empresas estadounidenses. Esa idea estaba totalmente en línea con la trayectoria de décadas de negacionismo organizado que, a partir del 20 de enero de 2017, desembarcaría con armas y bagajes en el 1600 de Penn Avenue para formar parte de la nueva clase dirigente estadounidense.
Para Trump, todo eso del calentamiento global no iba a impedir lo que él había afirmado en noviembre de 2016, en su primera aparición ante las cámaras tras su victoria: llegaba a la Casa Blanca para hacer «Engrandecer América», para reconstruir las ciudades, las autovías, los puentes, los túneles, los aeropuertos, las escuelas, los hospitales, para conseguir el viejo e imposible sueño americano: la independencia energética. Dejó claro que ese era su plan cuya piedra filosofal era un futuro de menos Estado y más extracción despiadada de los recursos. Para hacerlo, por un lado, levantaría muros, y por otro derribaría los que le había dejado su predecesor, un Thoreau redivivo preocupado por los mares, las flores y los pájaros y todas esa cosas que el Creador había puesto en la Tierra para servir al Gran Imperio americano.
Una vez en la Casa Blanca, Trump cogió su fusil y formó su partida de caza. El perfil, él mismo. Sus ministros serían multimillonarios como él, creacionistas como él y negacionistas como él. El mundo estaba hecho para quien supiera explotarlo. Quien lo hiciera tenía el legítimo derecho a hacerse rico. Si por el camino se producían daños colaterales a la salud y al medioambiente, sería por voluntad de Dios y la madre Tierra se encargaría de repararlos. Varios de los escogidos para formar parte de su Gobierno eran reputados negacionistas del cambio climático y de la responsabilidad de las actividades humanas en el mismo. La mano que movería la cuna sería Steve Bannon, el director de su campaña electoral, representante de la derecha alternativa estadounidense, la de la postverdad, y factotum en la sombra de la Casa Blanca.
Un muro importante a derribar era la Agencia de Protección Ambiental (EPA), “Pepito Grillo” del sistema de vigilancia ambiental estadounidense. Quien la dirigiera podía dinamitarla por dentro derogando todas las medidas proteccionistas dictadas en la era Obama. El quintacolumnista elegido fue Scott Pruitt, quien desde el puesto de fiscal general de Oklahoma había demandado hasta trece veces a la EPA por diversas medidas de protección del agua y el aire o la contaminación por mercurio. Desde el mismo momento de su toma de posesión lo dejó perfectamente claro: no cree que el CO2 sea un contribuyente principal al cambio climático, un asunto donde no está claro, según dice, el impacto humano, y sobre el que asegura «hay mucho desacuerdo» entre los científicos, una afirmación que constituye de por sí un paradigma de la “postverdad climática” habida cuenta de que si en algo hay consenso entre la comunidad científica es justamente en lo contrario.
Durante la campaña electoral, Trump amenazó reiteradamente con desmantelar la EPA hasta reducirla a meros retazos. Elegir a Pruitt para dirigirla es su forma de comenzar el desguace. La EPA es solo una pieza en su afán por adelgazar el aparato administrativo del Estado, y en este sentido no es una excepción. Pero el ensañamiento con la EPA parece especialmente feroz. Trump ha ordenado congelar cualquier nueva investigación de la agencia y ha impuesto la obligación de llevar a cabo un escrutinio político de cualquier nuevo dato o estudio de la EPA antes de autorizar su publicación. Es más que previsible que la nueva EPA esté encaminada a dejar de ser una agencia de protección ambiental para convertirse en una agencia en defensa de las corporaciones. Siempre en el caso de que no la borren del mapa, porque los republicanos ya han introducido una propuesta de ley en el Congreso para eliminar la agencia totalmente en 2018.
No puede decirse que Trump haya defraudado a sus votantes. La búsqueda, captura y abatimiento de toda pieza que oliera un poco a “medioambientalista” comenzó enseguida. Algunos incautos, entre los que me cuento, queríamos pensar que todo su discurso era en buena medida una colección de baladronadas acordes con el tono de la campaña electoral. Una vez que se sentara al mando de la nave presidencial el contacto con la política real le haría templar el discurso. Sin embargo, no han tenido que transcurrir cien días de mandato para comprobar que su munición no era de fogueo.
Las primeras medidas no han desentonado en absoluto con la composición del Gabinete. La nueva web de la Casa Blanca –de la que ha desaparecido la información relativa al cambio climático– incluye seis pilares de acción política. Entre ellos, el denominado “Plan Energético América Primero” evita cualquier mención a las renovables y coloca en el centro del nuevo modelo energético la apertura de par en par de las reservas de gas y petróleo y resucitar la industria del carbón. Dicho y hecho: transcurrido apenas un mes desde su llegada al despacho oval, Trump firmaba una orden ejecutiva levantando la moratoria a los proyectos de carbón impuesta por Obama hace un año. La importancia de esta medida estriba en que gran parte de las reservas de carbón se encuentran en terrenos federales.
Unos días antes, otra medida levantó la prohibición de verter residuos procedentes de las minas a cielo abierto en los cursos de agua cercanos. En el mismo sentido, Trump ha iniciado un proceso para reducir la jurisdicción federal sobre las aguas; el objetivo es eliminar impedimentos al desarrollo de nuevos proyectos inmobiliarios, industriales, agrícolas, y mineros. El nuevo presidente ha dejado claro que debe mucho a los mineros y que no va a olvidar su apoyo en la campaña electoral. Cuando dice “mineros”, Trump no se refiere a los trabajadores de la minería, sino a los dueños de las minas. Un reciente artículo del Nobel Paul Krugman ha puesto de relieve que las modernas técnicas de explotación a cielo abierto exigen mucha maquinaria y poca mano de obra, así que la reapertura de la minería del carbón no impedirá la progresiva pérdida de empleo en un el sector que no deja de mermar en las últimas tres décadas.
Otra de las medidas estrella de Trump ha sido reactivar la construcción de dos oleoductos clave, paralizados por su predecesor. El Keystone XL, planificado en 2006, se convirtió en el símbolo del activismo ecologista contra la Administración Obama, quien canceló el proyecto en 2015. El oleoducto DAPL levantó una importante ola de solidaridad de la sociedad estadounidense hacia las tribus Sioux, por cuyas tierras y acuíferos pasaba el trazado. Obama canceló el permiso a finales de 2016. Quien a hierro mata, a hierro muere, debió pensar Trump: apenas tardó unos días en firmar sendas órdenes ejecutivas revirtiendo ambas prohibiciones.
Una medida emblemática de la política climática de Obama fue cancelar las prospecciones petrolíferas en el Ártico hasta 2018. Trump ha abierto en general la veda a la perforación en busca de petróleo en todos los terrenos federales, que abarcan más de dos millones de km2 entre el Ártico y la frontera con México. La apuesta no deja a salvo ni parques nacionales ni reservas tribales. La producción de petróleo en tierras del Gobierno representaba en 2010 una tercera parte del total de petróleo producido en Estados Unidos. Al final de la era Obama había caído a una quinta parte, pero es predecible que esta situación se revierta a partir de ahora.
Finalmente, el martes 28 de marzo, Trump firmó una orden ejecutiva basada en una serie de medidas a encaminadas a dinamitar el Plan de Energía Limpia, la pieza central de los esfuerzos del expresidente Obama por proteger el medioambiente y luchar contra el cambio climático. La orden ejecutiva también cambia la posición oficial en cuanto a la lucha contra el cambio climático. Aunque no se pronuncia acerca de si Estados Unidos permanecerá en el Acuerdo de París de la COP21, el presidente sigue sosteniendo que la existencia del cambio climático «sigue en discusión». De momento, al dar orden a la EPA de reescribir el Plan de Energía Limpia de Obama, Trump envía al desván de los recuerdos uno de los compromisos asumidos por Estados Unidos en París: reducir las emisiones de CO2 de las centrales térmicas de carbón en un 32% para el año 2030 en relación al nivel de emisiones de 2005.
Y como conviene ocultar la porquería debajo de la alfombra, Trump ha ordenado a la EPA que retire su web sobre cambio climático que contiene enlaces a investigaciones científicas sobre calentamiento global y datos sobre emisiones de todo el mundo. La medida ha reforzado los temores de que Trump busque dejar de lado la investigación científica que muestra que las emisiones de CO2 por el uso de combustibles fósiles contribuye al calentamiento global, así como al personal de las agencias que realiza esa investigación.
Todo un ejemplo de la estrategia del avestruz.